Paso a paso

SILVERIO PÉREZ

HUMORISTA

Aquel hombre humilde, con la ropa llena de polvo, la mochila ajada y zapatos que no eran de una marca deportiva, con una deliciosa mezcla de portugués y español me aclaró, que no estaba perdido como yo supuse cuando me le acerqué para decirle por dónde era el camino. Había salido de Fátima en Portugal, llegó a Santiago, siguió hasta Finisterre, regresó a Santiago y siguió de vuelta a Fátima, pues no tenía recursos para transportación terrestre de vuelta.

Sin una aplicación digital que le dijera cuánto había recorrido ni gente apoyándolo en las redes sociales, aquel humilde señor me confesó que debían ser más de 650 kilómetros. ¿Por qué lo hace?, le pregunté. ¿Qué voy a hacer si no camino?, fue su contestación y siguió su rumbo. Yo me quedé observándolo mientras su figura se disolvía en el polvo que levantaban sus pasos. Ésa es la constante en las experiencias que se viven en ese peregrinar llamado el Camino de Santiago que muy pronto se te convierte en una metáfora de la vida.

Ese último paso para entrar a la catedral no hubiese sido posible sin el primero que di, siete días antes, para cruzar el puente sobre el río Miño que separa Portugal de Galicia.

En aquel momento, pese a todo lo planificado y al entrenamiento previo, caminaba hacia lo desconocido, movido por la fe, que no es otra cosa que la convicción de lo que va a suceder sin que tengas en ese momento los elementos de juicio para saber que si va a suceder. Desconocía si las flechas amarillas, muy bien disimuladas para no agredir el paisaje, me iban a conducir a donde yo quería llegar. Como tantas veces en la vida, en ocasiones me distraje y me perdí. Pero, como tantas veces en la vida, recuperé el rumbo. Tampoco sabía si mi cuerpo, a los 65 años, iba a resistir el reto que resultó ser mucho más exigente de lo pensado.

Hubo un momento, subiendo un camino de piedras y tierra entre...

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