El portal del cielo

PEDRO REINA PÉREZ

HISTORIADOR

El viernes llega y las cosas empeoran. Mi madre no cesa de vomitar y, ante la posibilidad de una deshidratación, regreso al mismo hospital. Estaciono en la rampa de ambulancias donde nos cruzamos con la misma doctora del día anterior, que no muestra ninguna curiosidad, permanece indiferente y simplemente se aleja. Los enfermeros sin embargo la reconocen y se apresuran a tratarla. La sala de espera se colma de enfermos. Cae la noche. Otro médico asume su cuidado y le receta más exámenes y medicamentos para una gastritis. Pasan siete horas. Los resultados de laboratorio reflejan un alza anormal de las enzimas hepáticas, que nadie advirtió el día anterior, y que requerirá la consulta a un internista que no contesta sus llamadas. El emergenciólogo se disculpa. Habrá que esperar al día siguiente. Cerca, escucho a dos médicos quejarse entre sí de que ese mismo internista tenía consultas para pacientes en emergencia desde el día antes. Ni llama ni pasa por allí. Ninguno esconde su irritación, que afirman con una frase impublicable. Yo tampoco. Amanece.

Un internista, por fin, hace su entrada. Revisa con prisa el expediente, hace preguntas, escucha impaciente. Acto seguido y sin mucho reparo dispara a quemarropa: "A esa edad debe ser un carcinoma". No lleva ni siete minutos, no ha hecho los estudios correspondientes, pero se siente confiado en soltarlo en un pasillo atestado. Trago con fuerza.

Comienza la coreografía de más pruebas de sangre, ingesta de líquidos de contraste y viajes a radiología. Anochece y amanece. La paciente está impaciente. La atención de enfermería sigue siendo esmerada; el cuidado médico, muy pobre. Aparece un cuarto. El suero sigue goteando. Pasa...

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