El paraíso perdido

UTUADO. – “Jesús de Nazaret, yo te doy las gracias por haberme permitido ver un día más en esta tierra santísima”.

Con esas palabras, dichas con fuerza de barítono, empieza el día en la casa que comparten Benito Belén y Catalina “Catín” Rodríguez, en una altísima loma del barrio Caonillas de Utuado.

Son poco más de las 7:00 de la mañana. La invocación la hace Benito, quien tiene casi 81 años, recién se levantó, tomó un café prieto hecho por Catín con granos cultivados por él mismo y después fuma un cigarrillo mientras, reflexivo, mira desde su patio la inmóvil neblina que cubre las vastas montañas que rodean su casa.

La neblina es traspasada por el rumor invariable del río Caonillas, que, cuando el panorama está claro, se ve desde la loma como una serpiente de agua desplazándose entre piedras y pendientes.

“El río cogió fuego”, dice Benito, riendo, cuando se le pregunta por la neblina.

Benito es un anciano macizo, de brazos fibrosos, manos ásperas, piel cobriza curtida por el sol y los quehaceres. Catín, con el pelo negrísimo a los 68 años, tiene la vitalidad de una jovencita.

La casa de cemento fue construida con sus propias manos por Benito, quien no es ingeniero, sino que trabajó por 48 años como operador de equipo pesado. La casa resistió como una titana el embate del huracán María hace un mes. No perdió ni una hoja de ventana.

El único daño fue que el huracán voló el techo de un pequeño rancho que Catín usa como cuarto para la lavadora y cachibaches.

Lo mismo no puede decirse de su entorno. El paisaje, antes exuberante, parece ahora un garabato: incontables árboles caídos, quebradas salidas de control, techos volados en casas vecinas, destrucción de la flora, carreteras cuarteadas y más derrumbes de los que se pueden contar.

Uno de esos derrumbes bloquea desde el huracán la única entrada de la casa, lo cual los mantiene imposibilitados de salir.

No les ha ido peor porque vecinos, familiares y amistades se las han arreglado para, saltando sobre derrumbes, ramas, troncos, carreteras dañadas, hacerles llegar casi todo lo que necesitan.

No tienen luz, agua potable ni teléfono. No han podido establecer contacto con la mayoría de sus familiares. Hay una hija que no han visto desde que el día antes del huracán dejó allí su carro porque le parecía que estaba más seguro que en su propia casa.

Benito y Catín sonríen y siguen laborando en los quehaceres de la casa y sus alrededores. Quien los ve, creería que en su vida no hay contratiempos mayores de lo que están sufriendo miles y miles de familias sin luz, sin agua, sin trabajo, sin teléfono, con acceso limitado o esporádico a alimentos y cuidados médicos.

Pero bajo la superficie están, como verdades ocultas en lo profundo de un pozo, los dramas, temores y angustias con las que batallan los puertorriqueños y puertorriqueñas de todas las edades y clases sociales en la resaca del huracán más destructivo de nuestra historia, el terreno minado de verdades ominosas, recuerdos dolorosos y expectativas quebrantadas que dejó a su paso María.

Dos periodistas de El Nuevo Día pasamos 24 horas con Benito y Catín. Pasamos todo un día y toda una noche con ellos. Vimos lo que no se ve a simple vista, más allá de las maneras corteses del jíbaro, de la hospitalidad sin reservas de los campesinos, del calor con el que comparten con todo el que llega a su casa de lo poco que tienen.

Vamos a contarlo ahora.

“Tengo que estar sudando”

La niebla empieza a disiparse y a surgir nítida la imagen de las montañas heridas por María, de las colinas verdes con inmensas manchas moradas por los derrumbes, del río, siempre constante, allá abajo, chocando sus aguas turbias contra las piedras.

Aunque hace dos días que no llueve, todavía huele a tierra húmeda. Pájaros de especies ya...

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