Cuando es difícil perdonar

Por Samadhi Yaisha

especial El Nuevo Día

Había terminado el día de Navidad pidiéndole a la Vida -otra vez- aprender a perdonar y a perdonarme sin dejar resquemores sueltos, aunque no supiera cómo.

El día después de Navidad, conduje hacia un templo de Unity, ubicado en un sector de Kansas City conocido como La Plaza. La torre color terracota del campanario se levantaba en medio de estacionamientos multipisos, restaurantes y bancos. Mientras me estacionaba y entraba, el repique de las campanas marcaba las 9:00 de la mañana, sonido que me transportó brevemente al monasterio español que había dejado atrás hacía apenas cuatro días.

El templo era de filosofía cristiana de nuevo pensamiento. Sin embargo, me dirigía a una meditación budista que se oficiaba allí. Me apresuré a entrar a una de las capillas y observé con curiosidad a la facilitadora, una mujer china acompañada de una graciosa perrita pomeranian que parecía meditar plácidamente sobre un cojín. Aquella maestra no sólo celebraba su cumpleaños ese día, sino que acababa de publicar su primer libro tras haber expresado su intención de hacerlo al soplar sus velitas el año anterior. Nos reveló su práctica:

  1. Escribe tu intención y repítela a tí misma en voz alta.

  2. Compártela con alguien que te apoye.

  3. Haz algo todos los días para mantener esa intención viva.

  4. Haz las modificaciones cuando sea necesario y repite el proceso.

Y mientras yo escribía qué cosas quería manifestar, ella comenzó a dar instrucciones para meditar sobre el perdón. Exhalé. Nos instruyó que pensáramos en algún familiar, amigo o maestro que hubiese cambiado nuestras vidas, y que le enviáramos amor y paz.

Quise irme de allí. Surgieron en mí sentimientos de resquemor y tristeza, que se entremezclaban con el deseo de poder superarlos para enviar amor y paz. Aún así, hice el ejercicio, y me mantuve atenta a mis emociones de resistencia. Respiré y seguí escuchando.

De inmediato, la facilitadora nos pidió que pensáramos en una o varias personas a quienes necesitáramos perdonar, y que entendiéramos que esas personas habían sido quizás los maestros más importantes.

Luché contra las ganas de levantarme y abandonar aquel salón. No quería llamar maestros a las personas que necesitaba perdonar, pero tampoco quería llevar aquella carga hasta el fin del año, que terminaría en una semana. El ejercicio consistía en decirle lo siguiente a las personas que queríamos perdonar: "Perdóname si te he causado dolor y sufrimiento. Perdóname si...

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