Los de la Quince

PEDRO REINA PÉREZ

HISTORIADOR

Fue mi escuela intermedia y superior, y fue el lugar donde primero ejercí como maestro. Algunas de mis amistades más entrañables datan de este periodo. Sin esa posibilidad, y sin el afecto y la complicidad que allí compartí, otra sería la historia de mi vida.

Enclavada en una zona fronteriza de Santurce, en la célebre Parada Quince, la Academia siempre estuvo a medio camino de varias comunidades muy diferenciadas entre sí. Entre Miramar y la Barriada Figueroa, entre Trastalleres y la Laguna del Condado. Y no sólo era la geografía física sino también la cultural las que sazonaban el jugoso caldo: una escuela de curas agustinos españoles capitaneada por monjas josefinas de Nueva York que atendía al estudiantado más mestizo e irreverente de la época. Bayamón, Carolina y Puerto Nuevo estaban bien representadas en esta escuela donde una de cada tres personas tenía un pariente en la Autoridad de Fuentes Fluviales y agencias limítrofes. Una especie de guardería que siempre tenía las puertas abiertas.

El barrio cambiaba de personalidad conforme pasaban las horas. De día era el olor del café recién tostado de la Yaucono y el pito de la cervecería Corona. De noche era el alboroto de la velloneras y el paseo displicente de las meretrices en plena faena. Un barrio herido por la pobreza, pero receloso y combatiente.

Al menos en los años setenta y ochenta, la suma de cada uno de los que allí estudiábamos era una radiografía fiel del Puerto Rico posindustrial, suburbanizado e insolente de la era posmuñocista. Embelesados con la Sonora Ponceña y Wilfrido Vargas, pero pendientes de Journey y Pink Floyd. Vistiendo de Playero y La...

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