Gatilleros anónimos

EMILIO GUEDE

CINEASTA

Y nos encontramos aquí con un caso donde el consumidor compra un producto prohibido, parte de un mercado saturado de crímenes, donde son frecuentes y escalofriantes los asesinatos y masacres. Como comprador, es el máximo responsable de que ese mercado exista. Y en lugar de pagar por ello, vive como si nada. Cuando compra ese producto por primera vez o esporádicamente, a manera de diversión, llueven las justificaciones. Se le llama usuario. Y si lo compra con frecuencia, es un adicto. Se trata entonces de un enfermo que quiere serlo. El producto tiene varios nombres pero basta con uno solo para saber de qué estamos hablando: esa maldita droga que tiene a Puerto Rico bañado en sangre.

El problema no es nuevo y mucho se ha empeorado. Valiosos esfuerzos han sido hechos para resolverlo por parte de gobiernos y autoridades policíacas, entidades cívicas y de asistencia social, incluyendo campañas publicitarias de gran creatividad. Pero en todo ese empeño ha habido un error garrafal. El enfoque de esas campañas, cuyos resultados no son los que se esperaban, ha sido casi exclusivamente sobre el daño que se hace a sí mismo el que usa drogas, para que esa realidad lo disuada. Y nada se habla de otro aspecto quizás más importante: el daño que le infligen a los demás. Se apela a la compasión -de acuerdo- pero se olvida el regaño.

Porque no es difícil darse cuenta de que la fabulosa fortuna de miles y miles de millones de dólares que mueve el imperio internacional de las drogas, tiene que provenir, más que de los adictos de las comunidades pobres, de personas con cierto caudal económico. Aquellos que compran la droga sin ir a...

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