Bestiario boricua

ANA LYDIA VEGA

ESCRITORA

Empecemos por los troglos. No cabe duda, están por todas partes. Se multiplican al ritmo de las iguanas y los caimanes. Lo que los distingue es su esmayamiento por el billetaje y el descaro con que se dedican a procurárselo. El guiso político, el fraude contributivo, el narconegocio choreto, el tumbe legalizado... Otros quiebran o emigran. Los troglos traquetean y prosperan. Cuatro años más, repiten como mantra gozoso camino al servicarro bancario.

La palabra cambio, desde luego, no figura en su vocabulario. Disimulan su fobia al movimiento desplazando el peso del cuerpo de un pie al otro para dar la impresión de caminar. Rara vez se agitan en público. Son ciudadanos ejemplares a condición de que todo siga igual. Sin embargo, la mera sospecha de una alteración en el juego que controlan les saca el monstruo interior. Entonces, honrando su rancio apelativo, revierten al pasado prehistórico y se muestran en todo su esplendor cavernícola.

Otra especie abundante en estas latitudes es la de los amiplines. Menos volátiles que los troglos, despliegan una aversión congénita al estrés. El único ideal de un amiplín que se respete es respirar sin contrariedades, sin que nada ni nadie venga a jamaquearle, por un miserable instante, su cómoda pasividad. Viven atrincherados en su ego, atrancados en la urbanización cerrada de sus mentes, inmunes a los dramas que puedan afectar al resto de la humanidad.

Al contrario de los troglos, los amiplines jamás pierden la tabla. Las circunstancias más exasperantes apenas les inspiran un amago de bostezo. Cuando se les requiere algún pequeño esfuerzo de atención, algún indicio de interés en la necesidad ajena, sueltan sin empacho un lánguido "a mí plin". La declaración suele reforzarse con un displicente encogimiento de hombros. Aviso a la comunidad religiosa: bajo ningún concepto deberá confundirse la indiferencia radical de los amiplines con la virtud cristiana de la resignación.

De esa melancólica pata cojea más bien el clan de los puesistas. Así se les denomina por su abuso sistemático del vocablo "pues", esa muletilla fetiche del fatalismo inmovilista. Los puesistas se esmeran al pronunciarla: estirando la e a lo chicle de bomba y suspirando la ese final como jota derrotada. Así subrayan el tono lastimero que exige...

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