De brujos y almas errantes

Francia

Y no es para menos: ¡Podrían morir en el instante en que sus miradas encuentren la de Belfegor! O al menos eso dice la leyenda que tiene su origen en la novela de Arthur Bernède, escrita en los años 20 e inspirada, sin duda, en la fabulosa colección de sarcófagos, momias y amuletos egipcios que posee el museo.

Belfegor viste una larga túnica negra. Cubre su cabeza con un tocado que cae en forma recta sobre sus hombros y su cara con una máscara dorada que recuerda los rostros de los faraones tallados en los sarcófagos de madera. En la novela de Arthur Bernède se trataba de la mismísima presencia de la antigua deidad moabita Baal-Fegor, atraída por los rituales que los miembros de una secta esotérica realizaban a escondidas frente a una estatua suya que guardaba el museo.

En una versión posterior, Belfegor no es sino el espíritu perturbado de un sacerdote egipcio cuya momia fue transportada al Louvre después de haber sido saqueada por los mismos arqueólogos que la descubrieron. Estos lo despojaron de los amuletos mágicos que usaba para ayudar a los muertos de la familia real egipcia a pasar al más allá. Sin sus amuletos se encuentra perdido y angustiado, por lo que ronda sin cesar el Departamento de Antigüedades Egipcias, en el primero y segundo piso de la llamada ala Sully del museo.

Saliendo del Louvre, a unos quince o veinte minutos a pie, encontramos el Palacio Garnier, mejor conocido como la Ópera de París. Esta exuberante estructura fue construida en los tiempos de Napoleón I y es la residencia de nuestro segundo fantasma: el Fantasma de la Ópera.

Tanto el interior como el exterior del Palacio Garnier constituyen un verdadero festín visual con sus enormes columnas y candelabros, sus frescos inspirados en la mitología griega y los tenebrosos rostros esculpidos en los frisos.

En la sala de conciertos, una pintura circular del artista ruso Marc Chagall adorna la bóveda central. La luz es tenue y solo se perciben el rojo y el dorado, lo que confiere a la sala una atmósfera etérea. Es ahí donde, si se concentra bien, podría escuchar a Erik cantando un aria de Fausto.

Erik, elegante fantasma en smoking y sombrero de copa, fue una vez un hombre de carne y hueso, un genio musical con una trágica historia personal que vivía escondido en el sótano del palacio. Un día, Christine, una de las jóvenes cantantes del coro, lo escuchó cantar y se enamoró de su voz.

Este, a su vez, se enamoró de su belleza y, ocultándole su rostro tras una...

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