Los caprichos del sepulturero

LUIS RAFAEL RIVERA

PROFESOR DE DERECHO

Él dirá que todo empezó en 1982, cuando Romero Barceló cabildeó para que Reagan le cediera una plaza. Es cierto que su inglés era carrasposo, pero portaba currículum intachable: abogado patronal y "national committeeman" del Partido Republicano. Eso bastaba.

Resulta que, en esos días, unos abogados estadistas, desconocedores de que la idea de fundar el PNP se cuajó en la sede del Colegio, cuestionaban la colegiación compulsoria. Así que, apoyado en las piruetas de ciertos oficiales jurídicos, Pieras empezó a palearle tierra en la cara al demandado. Desde entonces, no ha parado de cavar el hoyo.

Envalentonado por ese precedente, el vástago de Romero impugnó el uso de una parte de la cuota para adquirir un seguro de vida.

Alegaba que le violaban los derechos a la asociación y a la libre expresión. Varios jueces no lo creyeron así. La ley autorizaba expresamente ese seguro para que a los abogados que no tuviésemos en qué caernos muertos, se nos dispensara un entierro digno.

A pesar de eso, Pieras, como el juez Montenegro en la novela de Scorza, volvió a lo suyo. Vio en esa póliza una perversión ideológica. Y hasta les reconoció a los "amiguetes" de Romero la facultad de representar al resto de los colegiados. Por lo visto, confundió el "pleito de clase" con la "clase de pleito" que llevaban los ex oficiales jurídicos: ésos que una vez actuaron como jueces y ahora eran abogados y partes. Una escandalosa trinidad que a los federalistas de viejo cuño les habrá olido a tumba profanada.

Para colmo, Pieras se empecinó en dificultar que los abogados expresáramos no sentirnos representados por esa clase de gente. Por ésos que decían defender las cuotas, pero...

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