Chuchinadas

Edwin Cuperes Vélez

No trato aquí del avaro de amplias miras que, según la Biblia, ya tiene un lugar asignado en el infierno, sino del comediante de entremés, del travieso insulso que, con inocencia de gordito, se apropia de lo que no le pertenece. Bajo un dejo apacible que raya en la debilidad, nuestro héroe esconde artimañas de mago. No desaparece al conejo: se lo roba. Y los espectadores caemos hipnotizados ante la tierna simpatía del vagabundo, le reímos las gracias, un poco compadecidos de la criatura sagaz que todos los años, y con gran gozo, come pavos ajenos en las cenas de Thanksgivin.

Es éste un ladrón peculiar. Sus fechorías son de poca monta, pero las planifica con un plano extendido en la mesa y, con marcadores de colores, establece la ruta de su escape. Se vale del anonimato absoluto: nadie sabe que roba, ni siquiera él. Su desparpajo no es insolencia, sino demencia. Esto ha sido constatado las muy contadas veces que lo atrapan destapando la olla: nunca sabe de qué tratan los cargos por los que lo acusan, y hasta se burla de que el Estado gaste una fortuna para meterlo preso por los trapos de pesos que le imputan -falsamente-...

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