La coraza y el llanto

En los primeros días de octubre de 2016, me tocó ir a Haití a cubrir el paso por allí del huracán Matthew. Vi la inconmensurable tragedia que vivían miles de desdichados que no tenían casi nada y perdieron lo poco que era su todo.

Vi filas interminables de casuchas destruidas, comunidades enlodadas. Se sentía el olor a muerte. Caminé las calles llenas de gente hambrienta, sedienta, enferma, gente a la que ya no le quedaba, según me dijo un sacerdote en Les Cayes, “ni la esperanza”.

En un refugio en Petit-Goaves, encontré a cientos de desamparados, incluyendo niños y niñas, hacinados en salones sucios, malolientes y oscuros, con solo el piso para dormir. No tenían agua y la comida no daba para todos.

Llegábamos el fotoperiodista Xavier Araújo y yo, y los desesperados nos rodeaban, nos agarraban de las manos, nos imploraban. Al periodista le toca seguir. Observa, escucha y sigue. La manera en que ayudamos es contando para el que tenga que oír, oiga y se mueva.

El periodista está en contacto continuo con la desgracia y para poder seguir uno tiene que ponerse una coraza que nos proteja de los flechazos de dolor entre los que caminamos. Uno se convierte en una máquina. El combustible es la adrenalina. Si uno se derrumba, no puede contar. Y si no puede contar, no aparece quien de verdad pueda ayudar.

Tiene que hacerse en estos casos un delicado balance. Hay que acercarse lo justo como para que haya la empatía, que es la que motiva la respuesta, pero, al mismo, se mantiene la distancia apropiada para no convertirse uno en la historia y perder efectividad.

Sin embargo, hay, a veces, relámpagos que abren pequeñas grietas en la coraza. Uno se descuida un solo y diminuto instante y, ya, se dejó tocar.

En Petit-Goaves estaba Dorsan Última (así me escribió el nombre el traductor en la libreta). Tenía 38 años y era madre de siete niños. No sabía de su marido desde el huracán. Había perdido su casa y estaba en el refugio con todos sus niños. La más pequeña tenía solo 15 días. La contemplé. Estaba flaquita. Se veía frágil, aletargada. Se pegaba sin mucha fuerza de una teta flácida.

No estaba limpia, pues no había cómo asearla. No pude evitar que, como una sustancia venenosa, me inundara el alma la certeza de que, en las condiciones insalubres que había en ese tugurio, en ese país donde todavía son comunes el cólera, la malaria, la tisis, muchas otras enfermedades mortales, la niña seguro pronto iba a enfermar y morir.

Sufrí una sacudida.

Me aparté un...

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