Díaz de Villegas

Por Mayra Montero

Han sido, pues, dos décadas de intercambio regocijado y, muchas veces, silencioso. Le mandaba mis escritos a través de la computadora (antiguamente lo hacía por fax), y él ideaba un puñado de trazos agudos, enérgicos, llenos de mordacidad y humor. No es que interpretara lo que yo decía, sino que le daba a mis escritos el toque que los redondeaba. Reconozco que sin el virtuosismo de su lápiz y su inteligencia, las columnas se hubieran quedado un poco cojas.

Con su muerte, las pobres cojearán ya para siempre.

Atesoro algunas de las ilustraciones que me regaló, especialmente una de fines del 99, en la que me hace una caricatura preparando un guiso. Hay un olla en los fogones, y él me dibuja levantando un pescado en una mano, y tapándome los ojos con la otra. Al dármela, escribió una dedicatoria con motivo del fin del milenio.

Todavía recuerdo la primera vez que oí hablar de José Luis, hace muchos, muchos años. Mi papá, que había ido de visita a la redacción de El Nuevo Día, preguntó por él, y algún guasón le contestó que José Luis nunca iba por allí. Mi papá entonces dijo: «Coño, en vez de Díaz de Villegas debería llamarse Díaz de Asueto».

Cuando lo vi por primera vez, altísimo, un poco desgarbado, con esa voz mullida de otomana de cuentos, pensé: «Díaz de Asueto». Pero no me atreví a contarle...

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