La democracia imperfecta

OSCAR ARIAS

PREMIO NOBEL DE LA PAZ

Hasta hace pocos años, se pensaba que el desarrollo económico y social era posible en un pobre entorno institucional. Pero las ficciones de la teoría tuvieron que ceder ante el peso abrumador de la experiencia. Hoy se reconoce universalmente que el desarrollo es imposible sin un desempeño institucional adecuado, lo que empieza por la simple práctica de la democracia. Eso quiere decir, un gobierno democráticamente electo, representativo y participativo. Pero también un gobierno donde los poderes del Estado sean independientes entre ellos y garanticen un delicado juego de pesos y contrapesos; algo que Montesquieu justificó magistralmente, pero que algunos políticos de la región prefieren ignorar. Una de las grandes falacias políticas en América Latina, consiste en vender la idea de que cada lugar puede desarrollar una democracia específica o un sistema de libertades particular. Muy a menudo, esas justificaciones no son más que disfraces para ocultar una vocación opresiva o autoritaria.

Las reglas democráticas son universales y los países son más o menos democráticos, dependiendo de cuánto se acercan o cuánto se alejan de ese sistema. Sin embargo, algunos gobiernos latinoamericanos han caído en la trampa de creer que al recibir el apoyo electoral, el mandato del pueblo les permite modificar esas reglas para llevar adelante su proyecto político. Si un gobernante coarta las garantías individuales, limita la libertad de expresión y restringe injustificadamente la libertad de comercio, subvierte las bases de la democracia que lo hizo llegar al poder.

El dilema que esto presenta, y que aún no hemos logrado resolver, es cómo lidiar con democracias en donde los gobernantes se comportan autoritariamente, pero no son dictaduras. Porque, en honor a la verdad, en América Latina sólo existe una dictadura: la dictadura cubana. Los demás regímenes, nos guste o no, son democracias en mayor o menor grado de consolidación o deterioro. Pretender derrocar esos gobiernos, o removerlos de alguna forma violenta o contraria a la Constitución y las leyes, es caer en el mismo juego autocrático que pretendemos combatir. Los pueblos mismos deben aprender a apartar los espejismos de la demagogia y del populismo, porque el problema no son los falsos Mesías, sino los pueblos que acuden con palmas a celebrar su llegada.

Uno de los más elocuentes casos del desprecio por el Estado de Derecho y la erosión de las instituciones democráticas es...

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