Descarga puerco-riqueña

ANA LYDIA VEGA

ESCRITORA

¿Habrá gente que se bañe más que los boricuas? Por la mañana, para desperezarse. Por la tarde, para refrescarse. Por la noche, para relajarse. Los sábados, inmersión estética. Los domingos, despojo purificador. Duchazo a la carrera si hay jangueo en perspectiva. Remojo regodeado antes, durante o después del amor. En tandas corridas 24/7, el chorro caliente masajea la espalda, aúpa el ánimo y dispara las facturas de agua y luz.

La obsesión boricua con la higiene, comprensible en un país del trópico, se refleja también en el aseo del hogar. Emperrados en ganarle la partida a la cochambre, la escoba y el mapo se fajan contra el hongo y el polvo a tiempo completo. La pintura pre-navideña de la casa es más tradicional que los petardos. Y las ventas de aerosoles antipestes compiten con las de los desodorantes sobaqueros.

Así las cosas, uno podría preguntarse por cuál misteriosa razón ese admirable afán de pulcritud doméstica no se extiende al entorno exterior. O, dicho con menos diplomacia, por qué somos tan limpios adentro y tan cochinos afuera. Para comprobar esa desconcertante realidad sociológica, no hay más que pasearse por uno de los centros urbanos que componen nuestra ciudad capital.

La basura tapiza aceras y cunetas, se infiltra en grietas y alcantarillas, atapona huecos y recovecos. Cajas, vasos, platos y sorbetos montan un homenaje mudo al totalitarismo del plástico. Objetos inesperados captan el ojo errante: zapatos, cinturones, fotos, brasieres, espejos, discos, periódicos... Muebles raídos, colchones destripados y enseres mohosos se juntan en las esquinas como tristes inquilinos desahuciados.

Eso, sin mencionar los derrames de aceite, los géiseres inmundos de las tuberías rotas ni los regalos perfumados de los animales realengos. Es como si toda la asquerosidad que con tanto esfuerzo expulsamos de nuestras viviendas se hubiera apoderado del vecindario. Higiene íntima y porquería pública: la tatarabuela de las contradicciones.

Para justificar la suciedad callejera, se suele invocar como excusa la enorme cantidad de peatones que transita por las zonas comerciales. Sin embargo, las grandes capitales del mundo, que acogen a millones de habitantes y turistas, lucen impecables. Es verdad que sus gobiernos se desviven barriendo y lavando sin tregua. Pero también es cierto que la ciudadanía de esos países asume su propia responsabilidad en el mantenimiento de la belleza comunal.

En Puerto Rico, los transeúntes tiran...

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