El difícil acto de abandonar la casa

Desprenderse no fue asunto sencillo. En los municipios de Comerío, Barranquitas y Naranjito, algunos vecinos se escondían detrás de sus ventanas al aproximarse los vehículos oficiales. Las autoridades hasta tuvieron que amenazar con arrestos. Algunos residentes se negaban a desalojar sus hogares para refugiarse ante el paso agresivo del huracán Irma.

“Yo no quería venir, pero no tenía opción”, expresó Jacinto Ríos Matos, de 88 años, quien reside de forma independiente en uno de los pisos altos del condominio Emiliano Pol y que, momentáneamente, está refugiado en el Coliseo Roberto Clemente.

De repente, en ese espacio, colindaron las rutinas de unos 548 residentes de hogares, barrios y comunidades pobres del país. Había 24 mascotas guarecidas y neveras disponibles con bancos de leche materna. Niños correteaban por la cancha, ancianos ingerían la cena sentados en las gradas, y hasta acontecieron arrestos a dos personas por supuesto uso de sustancias controladas.

No solo eso. Al refugio se sumaron de impreviso pasajeros varados de la aerolínea Jetblue a quienes, en vez de ubicar en hoteles, la compañía los llevó allí. Del grupo de turistas, una joven se desmayó y una madre lloró a cántaros acompañada por las cenizas de su hijo.

Más de 4,000 personas se guarecieron en los cientos de refugios que abrieron sus puertas alrededor de toda la isla. Dentro del improvisado sentido de comunidad que se fue articulando en cada municipio, también convivían la incomodidad, el desasiego por dejar atrás el techo y las dificultades médicas.

En la escuela Isidro Sánchez, convertida en refugio en Luquillo, estaba Richard Rivera García, paciente de obesidad mórbida, presión alta y diabetes. “Yo me vine para acá porque me lo...

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