El difícil acto de abandonar la casa

Desprenderse no era asunto sencillo. Para Leonilda Bonilla, residente de Isabela de 80 años, la amenaza de los vientos contra su modesta casa de madera con cimientos inestables, techo corroído y peso agujereado, no era elemento suficiente para dejar atrás su hogar, sus retratos colgados en la pared, sus muebles de mimbre, sus cortinas, su vida entera. Que no quería moverse de allí, decía, que la casa había resistido otros huracanes.

La historia se repetía. En Naranjito, algunos vecinos se escondían detrás de sus ventanas al aproximarse los vehículos oficiales. Incluso, las autoridades tuvieron que amenazar con arrestos. Por temor, por apego o por simple curiosidad, algunos residentes se negaban a desalojar sus hogares para refugiarse ante el agresivo paso del huracán Irma.

“Yo no quería venir, pero me han metido tanto miedo con el mar que aquí estoy”, confesó Carmen Sanz, residente de la urbanización Duhamell de Arecibo —intimidada por las marejadas ciclónicas—, y refugiada en la escuela María Cadilla de Martínez.

Un estimado de 6,200 personas se guarecieron en los 154 refugios que abrieron sus puertas alrededor de toda la isla. En cada espacio, fueron colindando las rutinas de residentes de hogares, barrios y comunidades del país.

“Yo no quería venir, pero no tenía opción”, expresó Jacinto Ríos Matos, de 88 años. Reside en uno de los pisos altos del condominio Emiliano Pol, de Hato Rey, y ahora está refugiado en el Coliseo Roberto Clemente en San Juan.

Ese espacio que, comúnmente, alberga eventos deportivos y conciertos masivos, brindó techo a 548 sanjuaneros. Había 24 mascotas guarecidas y neveras disponibles con bancos de leche materna. Niños correteaban por la cancha, ancianos ingerían la cena sentados en las gradas, y hasta arrestaron a dos personas por supuestamente usar sustancias controladas.

No solo eso. Al refugio capitalino se sumaron de impreviso pasajeros varados de Jetblue. Según Héctor Camacho, gerente general de la aerolínea, los hoteles estaban llenos. Del grupo de pasajeros que hacía fila, con sus maletas y bultos de mano, una joven se desmayó y una madre lloró a cántaros, mientras cargaba las cenizas de su hijo, cuyo funeral los esperaba en Florida.

Junto a ese improvisado sentido de comunidad que se fue articulando en cada municipio, también convivían la incomodidad, la inquietud por dejar atrás el techo y las necesidades médicas.

En Toa Baja, un refugiado acudió con su máquina de oxígeno. A Cataño llegó una pareja de...

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