El 'down' del elector

ANA LYDIA VEGA

ESCRITORA

¿Quién que ande en dos patas por las calles de esta isla no ha considerado alguna vez entregarse al secreto placer de la abstención? Y no me refiero a la privación voluntaria que practican los partidarios de la virginidad prolongada. Hablo de una abstinencia mucho menos sufrida: la electoral.

A decir verdad, ganas no le faltan a uno de rajarse. El juego es demasiado predecible. Aborrece a cualquiera el quitipón de los dos partidos que se han sucedido en el no-poder durante más de siete décadas. Ser o no ser cómplice de victorias cuestionables casi se ha convertido en un dilema shakespeariano. Y más en un año que pretende ajocicarnos las cuatro tazas amargas de dos referéndum, un plebiscito y una elección.

A juzgar por el bajón en la tasa participativa de los últimos cuatrienios, el abstencionismo está en pleno ascenso. Cosa extraña en un país que se distingue por su furor votófilo. Lejos de la sosera civilizada que las acompaña en otras partes del mundo, aquí las elecciones suelen auspiciar una explosión jubilosa de excesos tribales.

Agitar banderas, cantar "jingles", organizar barbiquiús, formar caravanas, cobrar apuestas, restregarles pelas en la cara a parientes y vecinos son, ciertamente, aspavientos de gran euforia catártica. Y, aunque el desenlace de la contienda sea decepcionante, el maremoto de adrenalina que genera el proceso sirve al menos para aplazar el aburrimiento.

De un tiempo para acá, sin embargo, el desencanto ha ido ganando terreno. La incompetencia, la codicia, la hipocresía y la vulgaridad de la clase política han reventado el ascómetro. Añádase a eso el reciente escándalo primarista que desnudó la vocación impenitentemente chanchullera de candidatos y funcionarios. Poco a poco, la quiebra de la confianza en individuos e instituciones ha provocado un callado, pero no menos patente, destete partidista.

El diagnóstico es claro. El elector boricua padece una depresión galopante cuyo síntoma más obvio es la irresistible tentación de la abstención. Escamado, escaldado, curado de espanto, hastiado de tanta palabra hueca y engañosa, el ciudadano trama la revancha de un silencio que grita: conmigo no cuenten.

Podría abstenerse a conciencia: como postura de principio, como protesta ante atropellos o como boicot deslegitimador de alternativas indeseables. O podría simplemente deslizarse por la chorrera de la apatía: quedarse en casa viendo tele, pasar el día en la playa, coger la juyilanga...

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