Ante el espejo de su juventud

Por José A. Sánchez Fournier

jose.sanchez@elnuevodia.com

Benítez estaba sentado en primera fila durante la actividad en la que presentaron oficialmente su efigie. Vestía elegante traje oscuro, tosía fuerte y continuo, temblaba y no parecía comprender el reconocimiento que estaba recibiendo en el museo guaynabeño, ante importantes figuras gubernamentales, periodísticas y deportivas.

El otrora triple campeón mundial, a quien apodaban El Radar y La Biblia del Boxeo en sus años mozos, hoy día sufre de diabetes y de encefalitis postraumática, causada por el castigo que recibió sobre el cuadrilátero, el mismo lugar en el que ganó millones de dólares y campeonatos mundiales en las 140, 147 y 154 libras.

"Ven acá, que te voy a enseñar algo", le dijo a Wilfred su hermana y tutora, Yvonne Benítez Rosa. Yvonne se hizo cargo de su hermano tras la muerte de la madre de ambos, doña Clara Benítez, en julio de 2008.

Como en cámara lenta y apoyándose en su hermana y en Rafy Serrano, curador del museo, Wilfred se puso de pie. Los 30 pies de distancia entre su silla de primera fila y el podio donde estaba la estatua cubierta por un mantel fueron un tortuoso maratón para el maltrecho expúgil, que en su juventud parecía flotar sobre el ring.

En ocasiones, su hermana tenía que doblarse y moverle las piernas ella misma, ya que Wilfred padece de rigidez en sus extremidades por la falta de terapias físicas.

Cuando descubrieron la estatua, todos los presentes comenzaron a aplaudir. La efigie era idéntica al joven Benítez, con su mano derecha abajo, abdominales marcados, en pleno movimiento defensivo.

"¿Quién es ese?", le preguntaba su hermana.

Wilfred, con su entendimiento nublado, no contestaba. Su silencio fue largo.

"Es que no lo puede ver", concluyó Yvonne. Wilfred estaba a menos de un pie de su estatua gemela, pero sus ojos y mente lo traicionaban. Yvonne y Rafy lo movieron al otro lado de la efigie, buscando colocarla dentro de su angosto rango de visión.

"Ese eres tú", le dijo Yvonne.

Wilfred seguía en silencio; su rostro sin expresión.

Luego de cerca de un minuto, los presentes no podían esconder la decepción y tristeza ante la incapacidad de Benítez de comprender lo que sucedía.

De repente, los ojos de Wilfred brillaron. Los abrió grandes. Y sonrió, alzando el puño derecho.

Por un breve instante, el homenajeado recuperó su lucidez y se reconoció en la estatua.

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