El experimento de una semilla

Por Abhi Samadhi Yaisha

Especial El Nuevo Día

Meditaba cada vez más y comenzaba a experimentar profundamente lo que aparentaba ser una contradicción: que agradecer dificultades y entregárselas a un Poder Superior me ayudaba a estar más en paz. Y que, si existía en mi corazón una intención genuina de perdón absoluto, aunque todavía no lo sintiera sinceramente, abría una ventana de aceptación en mi alma.

Había noticias de que el líder espiritual de esta misión en Puna, India, llegaría en pocos días. Sus devotos ebullían de expectación y se derrumbaban decepcionados cuando la fecha de arribo se atrasaba otra vez. Lloraban abrazados. Habían esperado siete meses por su regreso. Se aferraban a su fe. Yo también, aunque por momentos parecía no encontrarla. Aún me quedaban algunas dificultades que superar en aquel viaje y existían en mí dudas de que aquel gurú, con 92 años y varias cirugías de las que convalecía, sobreviviera en su viaje hacia Puna desde América.

Alimentaban a esas dudas sus discursos grabados más recientes:

-La vida es una preparación para el último viaje.

Mientras los devotos se ajoraban en preparativos, y yo pulía la pluma para escribir su llegada, pasaba tiempos largos en el santuario de quien fuera el gurú fundador, recargándome en la corriente de energía de paz que emanaba de allí. Le pedía fe.

Llamó mi atención una breve historia con la que me topé mientras escribía, como parte del trabajo voluntario que hacía allí. Años atrás, el gurú más joven, ahora líder, había sido dejado fuera de una importante reunión durante tres días. Mientras se protegía del frío pensó irse lejos y nunca volver. Su tío, quien había fundado la misión, salió a los tres días, lo abrazó y le dijo que sólo quería enseñarle el concepto de que no era nada, que su espíritu no estaba hecho de la personalidad, de las posesiones, ni de la posición que tenía. Lo abrazó y lo llevó consigo nuevamente adentro. Al menos tres días de espera sonaba un poco más razonable que 90 días.

En tanto, descubría especias nuevas en los mercados indios, algunos esparcidos por la ciudad -en carretas, mantas en el suelo y bajo toldos- y otros en aire acondicionado y protegidos por la seguridad perenne que no daba paso a olvidar actos terroristas ocurridos en el pasado. Me absorbió sin reservas la particularidad de un paquetito de granitos negros. Eran semillas de mostaza. Nunca las había visto. En mi país, la mostaza venía en un pote color amarillento. ¡Qué hermosas eran como...

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