Gracias a la vida

por antonio martorell

Especial El Nuevo Día

Cubano hasta la médula, José Luis me enseñó como se baila un danzón del brazo de la bella Graziella desplegando la misma disciplina disfrazada de gracia con que el arabesco de un dibujo suyo concluye en el aire entre la superficie del papel y el ojo enamorado. Su humor gráfico poseía el raro don de ser mordaz y acariciante a la vez que breve y seductor. Imposible desprenderse de la telaraña que tejía con la plumilla cuando enmarañaba el cabello o enrizaba las olas de una caligrafía decidora de recetas culinarias o reflexiones de buen vivir y mejor morir.

Nunca regresó a La Habana que adoraba pero La Habana lo habitó acompañándolo en cada uno de sus pasos chancleteros por las ciudades del exilio. Poseía la rara capacidad de escuchar con la misma intensidad con la cual observaba como si estuviera a punto de descifrar el misterio o como un niño que experimenta por vez primera la luna asomándose entre los árboles. Hacía sentir a su interlocutor como si todos fuéramos aprendices y maestros a la vez, tal era la atención prodigada a cada uno de nuestros gestos y palabras.

Era grande en más de un sentido y a su lado lejos de sentirnos empequeñecidos tenía el poder de levantarnos hasta su elevada estatura. Durante uno de nuestros últimos encuentros me confesó que si bien era cierto que con los años le tomaba menos tiempo la creación de un dibujo, también era mayor la incertidumbre frente a la obra terminada. Ese creciente cuestionar la creación, someterla al ojo crítico e implacable de la perfección inalcanzable jamás lo detenía en una producción prodigada en cuadernos, servilletas y cualquier superficie próxima a la mano inquisidora, al ojo atento, el oído alerta, la nariz que detectaba gato encerrado y la boca que, como los...

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