Una humilde historia de amor

Por Romeo Mareo

Sólo nos damos cuenta que existe en las mañanas, cuando aparece con su carrito a entregar la correspondencia del día y a mediados de tarde, cuando reaparece para recoger los envíos.

Se detiene ante cada escritorio sólo el tiempo que requiere para hacer su recogido o entrega -es decir, no le da conversación a nadie ni nadie le da conversación a él-.

Todo el mundo lo considera un tipo eficiente y tal vez extremadamente enigmático: no creo que nadie sepa nada acerca de su vida privada, si está casado o tiene hijos, por ejemplo, o si acaso practica el paracaidismo o es aficionado a montar caballos salvajes en el rodeo.

En fin, no es muy dado a aparecerse en las fiestas u otras actividades sociales de la compañía, que es donde por lo regular los empleados meten las narices en las vidas privadas de los demás.

Como pueden imaginarse, temprano en la mañana o a mediados de la tarde, este que les habla es muy propenso a incurrir en un estado de suspensión inanimada frente a la pantallita de su computadora de su escritorio, y creo que tal vez por eso, el otro día me di cuenta de que, luego de pasar como un fantasma frente a mi, Don Arturo se detuvo un tiempo inusitado en el escritorio de al lado, aunque éste se hallaba desocupado en esos momentos.

No fue nada muy evidente: el hombre estuvo un rato trajinando con las ruedas de su carrito, como si éstas tuvieran algún desperfecto. Luego se sacó un papelito del bolsillo, lo depositó amorosamente sobre el escritorio y prosiguió su marcha.

El escritorio le pertenece a Sari, una de nuestras agentes de cuentas, quien llevaba varios días enferma.

¿Cómo la describo, aparte de decir que es una muchacha hermosa? El adjetivo que más le cae es el de delicada: aparte de ser algo propensa a las enfermedades, es de las...

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