Ironías de la vida

Por Lilliam Irizarry

Especial para El Nuevo Día

Pero el día que llegó con el pelo recortado, su ropa limpia y cargando una caja de galletas para la venta, lo que le dio fue coraje.

"Al principio se me hizo bien fuerte la venta porque las personas me miraban con sospecha, pensaban '¿de dónde ese muchacho se sacó esas galletas?, ¿estarán expirás?'. Eran pocas las personas que me miraban y no me cerraban los seguros de las puertas o me subían los cristales", recuerda quien lleva tres años y medio en un semáforo de la Avenida Muñoz Rivera, los últimos seis meses vendiendo galletas de crema de avellana cubiertas de chocolate.

Quizá por eso no lo pensó dos veces el día que, en uno de los usuales letreros que pega en un poste cercano al semáforo, escribió: "Cuando pedía dinero, que 'es malo', recibía más ayuda, y ahora que vendo galletas, no me ayudas. ¿Qué ironía, no?".

Laureano todavía se pregunta con qué derecho se atrevió a hablarle así a la gente. "Le da coraje a uno con la vida. Por eso es que escribí lo que escribí", se contesta.

Para él, lo más fuerte de vender en un semáforo no son las interminables horas caminando en los mismos 200 metros. Lo más duro es la indiferencia.

"Yo digo: 'contra, estas personas viéndome tantos años aquí', porque yo puedo entender que al principio cuando no conocen a uno hay que protegerse porque uno no sabe quién es esa persona, pero que después de tantos años las personas sigan con la misma indiferencia, es algo chocante".

Antes de vender galletas, estuvo en un programa de desintoxicación de drogas y al salir a los tres meses, se le ocurrió volver al semáforo para estar entre la misma gente que lo ayudó por tres años. Ahora vende de dos a tres cajas de galletas cada día. Las compra al por mayor todos los días para que estén "fresquecitas" y les pone hielo encima para evitar que el candente sol se las derrita.

Desde que empezó a vender, sus ingresos se han reducido en prácticamente un 50%. Lo que gana solo le da para alimentarse, para comprar más galletas y para, de vez en cuando, darse el "gustito" de ir al cine. Muchos le sugieren que suelte la caja de galletas y vuelva a mendigar. No niega que lo ha pensado, pero su moral se lo impide. "Yo no me atrevería a volver a coger un vaso y pedir ahí. No, jamás. Eso sería retroceder y yo no quiero retroceder porque ahora me siento digno".

Además, cree que volver a pedir sería fallarle a los clientes de las oficinas cercanas que le han extendido la mano en las buenas...

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