La isla en el horizonte

Por Arturo Echavarría

Nota de la editora:

Publicamos la primera parte del cuento "La isla en el horizonte" que obtuvo la Mención de Honor en el Certamen de Cuento 2011 de El Nuevo Día. Espere el final mañana en las páginas de Cultura.

[an] ardous enterprise to be carried out[.]far from all human eyes, with only sky and sea for spectators and for judges --Joseph Conrad "The Secret Sharer"

Quizá había sido un error intentar llegar hasta la cumbre del más alto de los montes de la islita en la que había desembarcado hacía poco. Dos cerros se destacaban de los otros por su altura y estaban separados por un valle que, por un extremo se orientaba a la isla de Mona y a la República Dominicana, y por el otro a la isla grande. A esa hora, y desde donde él se encontraba, Puerto Rico se divisaba, parcialmente y a pocos kilómetros de distancia, como una masa difuminada de un verde oscuro.

A mitad de camino, con la respiración entrecortada, contempló el fondo del valle. Recordó que la topografía de la pequeña isla lo había sorprendido cuando la lancha en que viajaban desde Rincón estaba ya cerca de su destino. Había estado mirando aquella masa de roca y tierra desde que era un niño, muchas veces apoyado en la barandilla de hierro en un balcón florecido de trinitarias. La familia solía pasar los meses de verano en un pueblo costero, en una casa alquilada de grandes ventanas por donde entraban el aire y la luz a raudales. Desde la terraza del piso bajo, cualquier mirada a la bahía siempre se topaba con la presencia de la isla. Había días que se divisaba como una sombra distante, desdibujada entre el cielo y el mar; otras veces, aparecía como un montículo con un perfil nítidamente trazado que daba la sensación de estar muy cerca, a unos minutos de travesía en uno de los botes anclados cerca de la costa. Pero durante todos esos años la vio, distante o cerca, como una masa irregular y compacta, un monte, una suerte de arco de piedra y tierra que abruptamente salía de las profundidades del océano. Isla oceánica la había llamado un geólogo marino amigo suyo. A diferencia de Culebra y de Vieques, no compartía la meseta submarina en la que se asentaba Puerto Rico. Emergía, sola, del fondo del mar.

Una vez que el yate en que viajaba ya estaba cerca de la costa, pudo observar con nitidez la tierra que iba a pisar por primera vez en su vida y supo que la topografía no era la de una mole compacta. El terreno era irregular y había varios cerros, los dos más prominentes separados por aquella hondonada que ahora miraba desde lo alto, absorto. Decidió no seguir subiendo. Se sintió fatigado. La edad, el cigarrillo, pensó. Descendió hasta el terreno llano y se encaminó a la playa en el sudoeste de la isla donde había desembarcado.

La lancha blanca, reluciente en el sol de la mañana, se bamboleaba plácidamente en el mismo lugar donde el capitán, que el grupo había contratado a última hora en Cabo Rojo, la había fondeado. Estaba a unos metros de la playa. Cerca de la embarcación se divisaban varias cabezas, con grandes mascarillas y tubos verticales de plástico, de aquellos que habían venido a practicar snorkeling. Los otros, los que...

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