Las luces de la Navidad

CARMEN DOLORES HERNÁNDEZ

ESCRITORA

Esa familia sagrada -toda familia lo es- es signo de un círculo de amor que da vida y la nutre, que crea y que cría, que alienta y sostiene, que le da fundamento a la existencia humana y la proyecta hacia los demás.

Las familias representan un misterio. Que el amor entre un hombre y una mujer produzca una criatura y que, mediante la entrega amorosa de los padres a una labor nutricia que protege la vida física, pero también la síquica y la espiritual de sus hijos, esa criatura vaya creciendo en el seno del círculo sagrado en sabiduría, edad y gracia hasta alcanzar la plena autonomía de su personalidad y de su quehacer, es un proceso más fácil de experimentar que de describir. Todos lo hemos atestiguado; los más afortunados lo han vivido.

Ha sido una tentación del mundo moderno afirmar, con Ludwig Feuerbach, que la realidad trascendente que llamamos Dios es tan sólo una proyección de lo que conocemos, una tendencia a convertir en absoluto y divino lo que vivimos humanamente; que la entrada de Dios encarnado en la historia del hombre es un intento de proyectar los anhelos siempre irredentos del ser humano hacia una esfera superior creada por la mente.

¿Pero no podría ser justamente al revés? ¿No son el ser humano -la familia humana- signos visibles del misterio de lo divino, del Verbo que se comunica no sólo con las palabras que oímos y entendemos, sino también mediante las maravillas de su creación y el amor patente en su plan de salvación? ¿No podría ser que lo humano, que el mundo moderno toma por un absoluto, sea una realidad relativa, relacionada íntimamente con lo divino como el eco se relaciona con la...

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