Madre e hijo

CARMEN DOLORES HERNÁNDEZ

ESCRITORA

Es una imagen amable que apela al instinto entrañable de la maternidad, al impulso viril de proteger a los débiles, a la ternura de todos ante la representación de la escena primigenia. Hieráticas y medievales; rollizas y renacentistas; estilizadas y contemporáneas; alimentando al hijo con su leche o velando por su sueño, las madonas surgidas de los grandes pinceles son un canto a la hermosura de la vida.

Tras su aparente sencillez, tras lo reconocible de su apariencia, la madre y el niño nos hablan del gran misterio de nuestra salvación. Ninguna religión que no sea la cristiana tiene como símbolo central a dos seres humanos tan desprovistos de poder y de importancia: una joven -una muchacha- y un niño recién nacido. Aparte de que María no es una "diosa", las deidades femeninas mesopotámicas e hindúes, las griegas y las de las religiones africanas y preislámicas representaban todas algún atributo extraordinario que las elevaba sobre el común de los mortales. Y hay dioses niños en otras religiones, como Eros, pero son -también- poderosos.

La madre y el niño de la cristiandad no representan lo inusual sino lo conocido y reconocible, el comienzo de la relación humana más fundamental. El misterio de su vínculo se repite en el amor de todas las madres a todos los hijos, en su capacidad de una entrega generosa, de un amor total, sin exigencias, presto a hacer los más grandes sacrificios personales por el fruto de sus entrañas. Representan también la capacidad humana de compadecerse con los más débiles, de asistir a los más necesitados.

Consciente o inconscientemente, la mira de una madre está puesta en un futuro en que sus hijos crecerán, se valdrán por sí solos y -también- se alejarán y prescindirán de ella para hacerse cargo de sus propias vidas. Ese presagio...

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