Microdrama urbano

ANA LYDIA VEGA

ESCRITORA

En medio del letargo, de la manera más sosa y ordinaria posible, mi calle se convierte en escena de un crimen. Crimen sin sangre, que conste, de ésos que pasan inadvertidos. Crimen que yo tampoco hubiera detectado de no haberme encontrado, aquel cuatro de julio quieto y pegajoso, regando las matas del balcón.

Mientras escanean el cauce embreado, mis ojos caen como dos guaraguaos sobre el único detalle que rompe la costumbre del paisaje. Allá, en la cuneta, junto a la acera, bosteza una alcantarilla al descubierto. Raro, rarísimo, ese espacio clandestino que de pronto adquiere tan dramática visibilidad.

De primera intención, prefiero pensar que se trata de algún trabajo de la Autoridad de Acueductos. Estarán aprovechando el feriado para limpiar las tuberías ataponadas, supongo con un imperdonable arranque de fe en la eficiencia gubernamental. La ausencia de equipo, personal y transporte por los alrededores me convence de mi equivocación.

En eso, viene un vecino y le muestro el cuerpo del delito. Con un cursillo relámpago de economía marginal, confirma mis peores sospechas: "Es que el precio del hierro está salvaje, sabe, y esos tecatos no perdonan; con el cobre es igual, por eso es que hay tanto foco apagao..." Mi cara de espanto debe haberlo conmovido. En todo caso, me ofrece la alternativa de consolación: "A veces son los de otras calles, sabe, que se llevan las parrillas para tapar los rotos de ellos..."

El vecino echa pestes sin límite contra las hordas de drogos que rondan veinticuatro/siete por la ciudad detrás del dinero de la cura. Yo pienso en la inmoralidad terminal de los traficantes de metales y en la maldita impunidad que los cobija. Para acabar de masacrarme el ánimo, me somete a un inventario infinito de objetos robables: pestillos de portones, varillas de edificios, rótulos de tránsito, bancos de plazas... Mientras se aleja calle abajo, todavía enumerando posibilidades atroces, lanza una colilla encendida en la boca abierta de la alcantarilla.

A partir de aquel momento, quedé obsesiva y fatalmente reclutada para la causa de la parrilla secuestrada. El hueco desnudo no sólo representaba un serio riesgo público. Mi angustia le había conferido la estatura de un símbolo trágico del deterioro general. Me propuse hallarle solución al problema como si de ello dependiera la salvación del País.

Un asunto de seguridad requeriría sin duda la...

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