Los opuestos se distraen

Por Romeo Mareo

Especial El Nuevo Día

Claro que, de ser cierto, entonces tendrían que desaparecer todas esas compañías que por un precio módico prometen conseguirle pareja a los solitarios, apelando exclusivamente a la afinidad o a la compatibilidad.

La provocación para estos pensamientos radica en un amigo llamado Ruperto (nombre ficticio), quien me citó los otros días a mi pub favorito y allí, ablandándome el corazón con un par de tragos -yo no suelo atender casos amorosos fuera de las horas de oficina- consiguió que yo le escuchara sus penas.

Créanme, fue un sacrificio: Ruperto es dueño de una voz fañosa que hace que Eros Ramazzotti suene como Pavarotti.

"La cosa comenzó de la manera más inocente posible, don Romeo", comenzó diciéndome en su insoportable tono rasposo. "Me encontraba yo el otro día en Plaza, deambulando por los pasillos de esa librería que todos conocemos, cuando de pronto atrajo mi atención una colección de cuentos de un escritor llamado Chekov. Me dije: 'Diablos, yo no sabía que los personajes de Star Trek hubiesen empezado a escribir libros'. Porque, como sabe, a mi siempre me ha gustado la ciencia ficción y la serie de Star Trek -especialmente la original- siempre ha sido una de mis favoritas. ¿La conoce? ¿No? Pues Chekov es un ruso, que es el navegante del Enterprize en la serie original.

Así que, intrigado, alargué la mano para alcanzar el libraco en cuestión... y me topé con otra mano que pretendía ejecutar la misma maniobra.

Pero ésta era una estilizada y fina mano femenina, rodeada por una infinidad de pulseras y portando una sortija de fantasía en cada dedo"

"Ooops!", dijimos los dos, casi al mismo tiempo.

Ella me preguntó: "¿Tú ibas iba a tomar ese libro?"

"Sí", respondí?. "pero da igual".

"Es que parece que sólo queda uno", dijo ella.

"Es todo yuyo", le dije.

"¿Cómo?"

"Tuyo", le dije. "Quise decir que es todo tuyo...".

Mi lapsus lingue o como se diga le causó gracia, don Romeo. Vi, con agrado, que era una de esas mujeres que cerraba completamente los ojos al reír. Y que al hacerlo, echaba la cabeza hacia atrás, como si estuviera sentada en el sillón de un dentista, permitiendo que la nuez de Adán le bailara una bachata en el centro de la garganta.

"Vamos a hacer una cosa", me dijo cuando terminó esa magna exhibición de alegría, "¿Por qué no tiramos una moneda al aire para decidir quién se lo lleva?"

Ni siquiera protesté cuando me soltó...

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