Paraísos

MAYRA MONTERO

ESCRITORA

Pero debo decir que una parte de mí, la más mezquina, se alegra en el alma de esa decisión. Mientras los residentes de las urbanizaciones de lujo han vivido su vida sin tener que levantarse al amanecer de dios, en esos sábados de gloria en que a la mayoría de los mortales les apetece quedarse un rato más en la cama, muchos ciudadanos residentes en comunidades abiertas despertamos sobresaltados, furiosos por el concierto de perros, timbres repicando y los ¡buenos días! que enervan y taladran oídos.

Ya es hora de que los residentes de las urbanizaciones con control de acceso se sacrifiquen un poquito y los reciban también. Además, como ahora los Testigos de Jehová tienen la oportunidad de cubrir un territorio mucho más extenso, tocamos a menos. En lo que van a las urbanizaciones de copete y despiertan a las bellas durmientes, los proletarios dormimos a pata suelta. Es cuestión de balance y de hacer la sociedad más igualitaria.

Prevengo, sin embargo, a los Testigos, de que están cogiendo una mala prensa que para qué. Y hay un punto que me parece muy elemental: ¿cuál es el propósito de su insistencia en cubrir a la fuerza unos lugares donde no los quieren y donde se han echado a todo el mundo en contra?

Se me dirá que su misión consiste en eso, en entrar a todas partes aunque en teoría no vayan a conseguir nada. Pero una cosa es entrar en territorio neutral, donde la gente a lo mejor se molesta un poco porque la despiertan, pero igual los escucha, y otra es abrirse paso en una selva rencorosa, hostil, donde nadie les abrirá la puerta, y hasta pueden que les griten insultos.

El principal problema con esta decisión no es religioso. Dejémonos de ingenuidades. Una vez más, el problema con esta decisión es de bolsillo (les va a costar dinero a los más acomodados, y todito te lo consiento), más el asunto típico de la exclusión, que tampoco tiene que ver con la fe. La mayoría de los Testigos procede de capas humildes de la población. Mucha gente encumbrada, en tantas urbanizaciones que conozco, no ven ni verán con buenos ojos que estos hombres y mujeres con sus sombrillitas deambulen por sus calles, se acerquen a sus marquesinas, se paseen libremente por su sagrado reino.

No estoy con esto defendiendo las matraquillosas visitas. Me molestan como a casi todo el mundo. Con el tiempo -llevo décadas padeciéndolas- he tratado de llegar a un acuerdo con los visitantes. Les propongo un trato: yo los escucho durante cinco minutos...

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