Paranoicos unidos

ANA LYDIA VEGA

ESCRITORA

Recientemente, el presidente de México nos hizo el honor de concedernos el campeonato latinoamericano del asesinato. Por cada cien mil habitantes, alega don Felipe Calderón, caen tantos más boricuas que mexicanos. Y eso, por cierto, es mucho decir.

Hasta hace poco, el riesgo de muerte por homicidio no estaba tan anclado en la conciencia puertorriqueña. Los ajustes de cuentas se efectuaban con cierta discreción. Uno casi les agradecía a los bichotes la cortesía de exterminar a sus rivales en privado. Se trataba, en fin, de una especie de servicio a la comunidad. Los gatilleros de hoy día no exhiben esos escrúpulos protocolarios. En cualquier sitio y a cualquier hora, le limpian la cachaza a su "tarjeta" y se llevan por el medio a todo el que tenga la mala suerte de estar de cuerpo presente.

Si los cadáveres se multiplican exponencialmente, las modalidades del delito se diversifican de manera pasmosa. El nuevo folclor urbano se nutre de historias truculentas narradas por las propias víctimas: el que estuvo secuestrado una semana entera mientras le ordeñaban la tarjeta de ATH; la que colgó la cartera en un baño público y se la izaron con un gancho de ropa; los que recibieron chantajes telefónicos telecomandados por un preso aburrido; la que, huyéndole a unos piratas de autopista, se refugió en la caseta de un guardia violador...

La gansocracia nunca duerme. El tumbe "full-time" es la agenda común de narcos y políticos. La ciudadanía arrinconada financia a la vez el despilfarro del Gobierno y el vicio de los tecatos. Los planes anticrimen son un chiste. Las urbanizaciones cerradas también. Ni en el último reducto de la intimidad -el baño- estamos totalmente a salvo. Y eso sin mencionar las bajas de la violencia doméstica, gerenciadas por el sicario residente.

Con un cuadro tan siniestro, ¿cómo no sentirse asediado? Encima, los medios nos atragantan la mente de imágenes espeluznantes que parecen escapadas de una película de Wes Craven. Una cabeza cortada sonríe para las cámaras sobre una mesa de cocina. Un suicidio sensacional se transmite en vivo por YouTube con todo y música de fondo. La espectacularización de la muerte banaliza la tragedia. Pero no alivia ese calambre persistente en la boca del estómago.

Como si no...

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