La receta humana

Cuando subí al tercer piso del Hospital Universitario en el Centro Médico de Río Piedras, todo cambió.

Esta vez, el ambiente era distinto. No había pacientes en camillas ocupando los pasillos, como los había visto hacía un par de días en la sala de emergencias. Tampoco vi gente recostada de las paredes, buscando algún alivio o descanso. No escuché gemidos de dolor; tampoco vi heridas abiertas.

Por el pasillo que recorría, se podía caminar sin entorpecer a nadie. Estaba bien iluminado, limpio, con el frío que se espera en los hospitales. Y con el silencio.

El esposo de una amiga de esas que quieres como a una hermana me había dicho que tomara el elevador siete para que, cuando abriera sus puertas, quedara casi frente al cuarto. Así fue.

Era una habitación doble, y mi amiga ocupaba la cama del interior. La encontré sentada, contenta porque tenía un espacio más privado donde pasar el dolor que la llevó hasta allí.

Ya había pasado el trauma de la sala de emergencias. Ya no tenía que dormir en el pasillo, entre otra cantidad de pacientes que, al igual que ella, intentaban descansar sobre una camilla, con toda una gama de situaciones de salud.

Es el escenario típico, lo que se espera de ese espacio, y es lo que mucha gente teme.

Le temía yo, a partir de una experiencia con mi madre, y le temía mi amiga, quien basaba su miedo en lo que por mucho tiempo escuchó y leyó sobre el hacinamiento y las largas horas y días de espera en la principal institución médica del país.

Ella, residente del área oeste de la isla, visitó varios especialistas y hospitales de esa zona en busca de un alivio y luego de un diagnóstico que explicara un intenso dolor en la espalda que comenzó a afectar su calidad de vida.

Pero no encontró un nombre ni un apellido para aquel dolor que no la dejaba sentarse y tampoco acostarse.

Llegó al Centro Médico referida por un ortopeda especialista en columna vertebral que visitó en Bayamón en la mañana del 26 de junio y, antes del mediodía, ya la había dirigido a sala de emergencias.

Pasó allí dos noches, hasta que la transfirieron al tercer piso de ortopedia en el Hospital Universitario.

Del cuarto doble que le asignaron en principio, la movieron a uno privado porque, como decía el personal de enfermería, ella venía “de lejos”, y así sería más cómodo para la familia que la cuidaba.

Y, no solo fue cómodo, fue especial.

Además de la cama de posiciones y una butaca reclinable que acogió días y noches a los familiares, la luz natural que...

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