El rescate inesperado

Por Abhi Samadhi Yaisha

especial El Nuevo Día

Las palabras de la directora de la misión eran espirales que circulaban mis neuronas, enredándole sus pelos eléctricos.

La oferta me había hecho flotar. Al menos dos años de trabajo voluntario en Puna, India, con alojamiento incluido y la producción de un documental. El primer impulso fue decir que sí sin pensar. Pero desde mi panza surgía la certeza de que no quería estar allí tanto tiempo, y que decidir lo contrario sería forzarme a cumplir expectativas ajenas. Pero, la oportunidad era tan hermosa y yo acostumbraba tanto a complacer a otros, que exploré esa posibilidad. Para mediados de noviembre, había terminado de compilar la biografía de dos gurús, entregado más de una decena de artículos y tres guiones. Mi fuente 'mágica' de energía eran las meditaciones estáticas en el santuario de la Misión.

Aquel despliegue de energía tenía consecuencias. Seis días de trabajo a la semana, muchas veces siete. Pasaba el día entre el kirtán (cánticos y adoración) de las seis de la mañana, para luego tomar clases de yoga en el otro lado de la ciudad; regresaba para otro kirtán a media mañana, cocinaba mi sopa en algún momento del día, escribía siete horas en una oficina, por la noches acudía a otro satsang (escuchar las palabras del gurú) y cuando llegaba a mi cuarto ya no quedaba nada de mí.

Mientras, en el otro lado del planeta, mi papá se adaptaba a la idea de mi ausencia.

- ¿Cuándo regresas? - me preguntaba en cada llamada.

- Mi visa caduca en diciembre - le recordaba, sabiendo de su esperanza.

Sin haberle mencionado la oferta de quedarme, papá comenzó a sufrir mareos, a perder audición, tuvo un accidente de tránsito leve y le dio un fuerte catarro. La angustia me halaba de vuelta al Caribe, pero él insistió en que siguiera mi viaje.

Otras angustias más secretas habían crecido en mí. Presencié la salida abrupta de dos jóvenes ashramitas -hermanas que trabajando allí ayudaban al sostenimiento de su familia- porque se habían comprometido para casarse. No era una regla del ashram, había sido una decisión particular. Los detalles que conocí sobre las hermanas provocaron una sensación de injusticia. Antes de verlas partir en motora, les entregué dos sobres con regalos de boda. Volví a verlas en un templo hindú, una de ellas ataviada con un sari rojo y piedras preciosas, esperando a que su amado desfilara hacia ella para casarse.

También había conocido a una ashramita de Oriente Medio, que había dedicado...

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