Revive su escenario de guerra

Por Gloria Ruiz Kuilan

gruiz@elnuevodia.com

Bienvenidos al escenario de guerra, específicamente el Irak que encontró Emmanuel Meléndez en febrero del 2004, meses después de la caída del gobierno de Saddam Hussein.

Llegó a los 22 años y de inmediato sintió la lapa de la hostilidad que acompaña la guerra en un país completamente extraño.

Meléndez, ahora un veterano de 31 años, dijo que, cuando se es boricua, entrar a la milicia significa pactar para ser discriminado y recibir menos servicios médicos que los que obtienen miles de militares en Estados Unidos.

"Todavía hay personas que discriminan por cualquier cosa... porque no hablas bien el inglés, eres de color o porque tienen la mentalidad de que eres inferior", afirmó sentado en la sala de su casa.

De lo que no se queja es de la atención que recibió en el hospital Walter Reed en Washington D. C. por 312 días y de las más de 128 cirugías requeridas para reconstruir su abdomen. A solo diez meses de pisar el desierto iraquí, resultó herido cuando estalló una bomba cerca del vehículo en el que viajaba por una de las calles de Muqdadiyah, una ciudad al noreste de Bagdad.

El ambiente de peligrosidad se manifestó desde su llegada. Estuvo cinco días caminando por Irak hasta llegar a su base (FOB, Normandie). "Tuvimos varias tormentas de arena y tuvimos que trabajar bajo esas condiciones. Ponerle la mano en el hombro al compañero que iba al frente para nadie perderse. Nada se veía", relató el joven.

El miedo extremo no llegó ese primer día sino meses después, a partir de una noche en que estaba dentro de un vagón junto a un colega. Dormía. Más bien lo intentaba, porque en el escenario de guerra nadie logra entrar en ese estado de reposo profundo porque el cerebro está activado y en alerta como un radar por si hay que alistarse. Por eso duermen con el uniforme puesto, excepto las botas. Esa noche un gran estallido cercano sacudió el vagón. "¡Lo elevó!", contó el soldado. La explosión la causó un iraquí suicida que conducía un auto. En un par de minutos se instaló en la calle junto a su colega. "Tuvimos que ir y decirle a la gente qué hacer, cómo moverse, organizarlos y recoger los pedazos del iraquí", narró. Las imágenes se quedaron tatuadas en su cerebro.

La milicia era su destino. Lo sabía desde antes de terminar los estudios de secundaria, cuando verbalizaba su deseo de entrar al Ejército y convertirse en infantero. Era evidente su insistencia o terquedad por el Ejército. Después de nueve...

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