El silencio de un monasterio

por Samadhi Yaisha

Especial El Nuevo Día

Haría una parada allí para visitar un pedacito de hogar antes de mi próximo destino, que auguraba más duro y solitario. Allí vivía un monje valenciano que había sido mi amado, antes de que él vistiera sotana y de que yo me convirtiera en una especie de monja vegetariana y 'new age' que había vendido su carro híbrido. Nos conocimos nueve años antes, cuando viajé a Valencia a estudiar un Máster en Redacción. Fue la primera persona que me enseñó a meditar, y aquella meditación nos fue enlazando las almas en una espiral de luz. Años después, aquel amor se convirtió en una amistad duradera. Hablábamos y nos carteábamos con frecuencia.

Mientras el tren zigzagueaba entre la geografía catalana y yo aguardaba el amanecer tardío del invierno, recordaba la audacia de este chico quien un día, decepcionado de la vida industrial y repetitiva, se había ido a meditar frente a un Mediterráneo altivo y retante. Decidió hacer una vida de ermitaño; tomó un tren hasta la última parada de una zona rural y después siguió a pie hasta encontrar su ermita. La aventura lo llevó al monasterio.

En este momento de transición que vivía, necesitaba a alguien que pudiera entender mi jornada como mi amigo. Su voz telefónica me había acompañado durante mi crisis de 90 días antes de salir de Puerto Rico y durante la temporada en la que dejé mi profesión por la yoga.

A las 8:00 de la mañana el sol flotó de repente sobre el mar que bañaba al este catalán; un enorme plato naranja que alumbraba sin entibiar. Aún así fue un espectáculo verlo iluminar las casitas de ladrillo y los viñedos pelados.

Llegué a la estación y me esperaban dos monjes. -Pero, ¿y a dónde vas tan cargada?- fue el saludo de mi amigo. Hacía seis años que no nos veíamos. Él vestía su sotana y yo mi bata morada del ashram de Osho.

Busqué en su mirada algún brillo de la misma intensidad con que nos vimos la última vez, pero hallé su amistad honesta. Él había aprendido a dejarme ir, a respetar mi libertad y a abrazar la suya. Y recordé que yo había hecho lo mismo. Por eso habíamos cultivado una amistad longeva y ahora podíamos reencontrarnos.

Su primera misión fue enseñarme algunos hermosos secretos de aquel lugar mágico -la bodega, el campanario, las chimeneas, las fuentes- mientras me contaba historias magníficas de condes y reyes enterrados allí. Hasta vimos un pasamanos en forma de dragón. Más bien me parecía que paseaba por la escuela de Hogwarts.

Pude hospedarme en el...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR