Soldado del crimen de 11 años

Desde el instante en que se sumergió en las cavernas del crimen, Víctor tenía claro que el temido momento iba a llegar. Habían pasado dos años desde que, tras haber tenido éxito su primer trabajo para una banda criminal de la zona metropolitana, el que le encargó la tarea, viéndole talento para el mal, le hizo varias preguntas, entre ellas, esta: “¿Tienes el valor para matar a alguien?”.

“Yo dije que sí, aunque esperaba nunca tener que hacerlo”, recuerda.

Dos años después, estaba en un paraje solitario, junto a tres socios del crimen. Uno de los tres compinches se había “virado”, como se llama en el bajo mundo al que traiciona. Le había señalado al enemigo dónde vivía la familia de su socio. No quería creerlo, porque confiaba en él. Pero se acercó a la casa de su familia y lo comprobó. Los enemigos estaban allí.

“No tuve opción. Me traicionó. Si él hubiese dicho donde yo estaba, yo no tenía problema con eso. Yo era un delincuente, yo estaba expuesto a que me iban a matar comoquiera. Pero de ahí a que él le diga a la gente que me quiere matar dónde está mi familia para que maten a mi familia, pues ya cruzó una línea que nunca debió haber cruzado”, cuenta Víctor.

Lo invitó a “hacer un trabajo”. La víctima se subió incauta al carro en que lo llevaban a encontrarse con el más allá. En el paraje, solo se habló en estruendo de balas. “Murió. Vacié la pistola y no pasó nada”, cuenta.

Víctor tenía entonces solo 13 años. A los 11 años, cuando la mayoría de los niños no han llegado ni a la pubertad, había empezado a vender drogas. Poco después, estaba apropiándose de vehículos a punta de pistola y liderando una pandilla de casi 50 gatilleros que se dedicaba a asaltar residencias. Antes de cumplir la mayoría de edad había sido sentenciado a prisión de por vida.

Su historia es una poco entendida y casi nunca contada aquí: la de los niños que participan en o son líderes de organizaciones criminales. Un informe sobre la trata humana de la Fundación Ricky Martin de 2014 estima que, en el 80% de los puntos de drogas, trabajan o los dirigen menores. A los capos les gustan por su arrojo y por las pocas posibilidades que tienen de enfrentar altas penas de cárcel.

Son nuestra versión de los niños soldados como los que participan en guerras civiles. Son criaturas que, antes de echar bigote o tener novia, andan por las calles matando y muriendo, cincelando historias de muerte y dolor.

Vamos a contarle ahora, aquí, una de esas historias.

Al protagonista le llamamos Víctor, pero ese no es su verdadero nombre. Pidió que se le proteja la identidad porque, a pesar de que ya saldó sus cuentas con la justicia, dejó cabos sueltos en la calle. Habló con franqueza, pero solicitó que se obvien los detalles que pudieran permitir al bajo mundo advertir quién habla.

Víctor, de 35 años, se crió en un barrio de la zona metropolitana. Vivía en su casa con sus padres y 10 hermanos. Él era de los menores. Solo tres de sus hermanos eran hijos de su mismo padre. Era estudiante de A, B y algunas C. Le encantaba estudiar y leer poesía. “Yo era raro en mi familia. Estaba aparte. Me creía el más adulto y era uno de los menores”, dice.

Tenía sueños de ir a la universidad y de ser boxeador. Corría a diario cuatro millas desde su escuela hasta el gimnasio y otras cuatro de vuelta a su casa. Tuvo récord de 14-1 como aficionado. “Quería ser uno de los campeones de Puerto Rico”, afirma.

La escuela, la poesía, el boxeo, eran lo único bueno en su vida. Todo lo demás era una pesadilla.

NIÑEZ DE ESPANTO. Su padre era alcohólico, paciente mental y maltrante. La madre fue adicta a drogas y deambulante. Prácticamente todo lo que ganaba el padre en construcción se le iba en bebidas.

Le ponía candado a la nevera para que la compra no se fuera “antes de tiempo”. Pasaban hambre. “Nos íbamos al río a comer guayaba, a buscar frutas, mamey, cosas así. Uno que otro vecino nos veía y nos ofrecía algo de...

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