Una sorpresa en el avión

Por Samadhi Yaisha

especial El Nuevo Día

Al fin abordaba un aeroplano hacia América, dos días antes de Navidad. Horas antes, en la estación de tren de una provincia catalana, me despedí de mi amigo monje con un largo abrazo, agradecida por el hospedaje, la comida y el aura de hogar. El monasterio quedaría libre de visitantes para que los monjes hicieran sus ritos de Nochebuena y Navidad. Mi amigo me ayudó a subir mi maleta pesada al tren, segundos antes de que cerraran las apresuradas puertas del vagón. Posé las manos en el vidrio helado de la ventanilla y le dije adiós suspirando hondo mientras el tren se alejaba. Desconocía cuándo volveríamos a vernos.

En medio del invierno, me dirigía hacia una ciudad que sólo había visto una vez y en la que no conocía a nadie. La brújula de mi corazón apuntaba fuerte hacia allí. Necesitaría trabajar para seguir adelante.

Le había dejado un poco al azar y al destino dónde pasaría la Nochebuena. Tenía una amiga en Madrid que había sido mi jefa de redacción, pero no tenía la fuerza de cara para escribirle de súbito: "Estoy aquí, ¿puedo imponerme de imprevisto en tu vida familiar navideña?" Así que busqué por internet el único hotel que conocía en mi próximo destino en América y solicité una reservación por varios días. Si por casualidad estaría cerrado por las fiestas, enviaría a mi amiga el e-mail de urgencia; pero el hotel aceptó mi reservación en línea y seguí la travesía. El vuelo que ahora abordaba había salido de Barajas y haría escala en Washington, DC, así que tomé una larga siesta sobre el Atlántico. Me despertó la vejiga y, cuando regresé del baño, volví a mirar la melena juguetona, pero esta vez reconocí a quién pertenecía.

"¡Hola!" Hacía años que no nos veíamos, y esta ex compañera universitaria y yo nos abrazamos con la sorpresa. Nos reímos por haber roncado en asientos contiguos sin percatarnos una de la otra. La última vez que supe de ella, había recibido el golpazo de un despido a quemarropa que amenazaba con dejar en el aire una causa que ella defendía desde el alma y las palabras. Convencida de que se había cometido una injusticia y que no era la primera vez que ocurría, demandó a su patrono anterior, "para que la situación no se repita". Su demanda sacó a la luz lo que ella verdaderamente había vivido, sin disimulos. Había aplomo en sus palabras, certeza de que hacía lo correcto. Y me atreví a confesarle. Yo también había visto situaciones penosas del lugar donde trabajaba y estudiaba...

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