De trabajadora sexual a diputada en el Congreso

Jacqueline Montero es la hipérbole de la superación. Las muchas heridas profundas que sufrió a lo largo de su vida las curó con su remedio infalible: las aliviaba con ungüento de entereza, las zurcía con hilos de fortaleza y las cicatrizaba con la eficaz medicina de la determinación.

En ocasiones, sus graves lesiones, de esas que desollan la piel y estrangulan el alma, eran atacadas con la infección de la tristeza. Montero la combatía con la fuerza de espíritu que la acompaña.

Fue una niña abusada sexualmente por un familiar. Fue víctima de violencia doméstica, con golpes que a veces requerían hospitalización. Cayó en una dura depresión que la llevó a intentar suicidarse. Entró al mundo de las trabajadoras sexuales para sobrevivir. Se convirtió en alcohólica para sobrellevar el asco de acostarse con hombres que le desagradaban. Fue violada, golpeada y casi asesinada por un grupo de hombres. El destino le ha dado duro y ella no está de rodillas, sigue de pie y muy firme.

Las marcas de esas vivencias están ahí, pero no para el lamento. Están ahí como el recordatorio de que lo vivido era necesario para ir moldeando la mujer y la líder en la que se convirtió.

Es, sin duda, una sobreviviente. Una mujer que, a sus 47 años, ha marcado el precedente de convertirse en la primera trabajadora sexual en ganar un escaño en el Congreso de Diputados de la República Dominicana, venciendo así la burla y el discrimen de los sectores más conservadores.

“Yo siempre digo que tenía que vivir todo lo que pasé para poder ser lo que soy”, dijo Montero, con una seguridad que puede ser la envidia de muchos.

Su misión está claramente definida: proteger a las trabajadoras sexuales, luchar porque se les trate con dignidad y darles otras opciones de vida, no con las palabras vacías de los políticos carreristas, sino con la convicción de que fue una de ellas por 12 años.

¿Por qué no le gusta la palabra prostituta?

—Yo creo que prostituta es alguien que hace algo malo. Una trabajadora sexual es alguien que da servicio y cobra, como cualquier otro trabajador.

Montero habló de su vida con El Nuevo Día en el pequeño apartamento en el que vive su mamá en Caguas. La acompañaban sus tres hijos biológicos: Elizabeth, Emanuel y Eduardo, de 27, 24 y 23 años. Los varones son producto de una relación que tuvo con un cliente “bien bueno” y la mujer, de un matrimonio que terminó en divorcio. Todos están muy orgullosos de su madre.

Ella tiene más hijos. Mantiene y cría los bebés de las trabajadoras sexuales que no pueden quedarse con ellos. En total, son cinco y son de madres adictas a las drogas, que han muerto de sida o que simplemente lo parieron ante la insistencia de Montero de que no abortaran. También se encarga de dos nietos: Eduardo Oliver y Jehover, de cuatro añitos y a quien apoda Mandela “porque va a ser político como yo”.

“Cuando era niña quería tener un hogar para cuidar a los niños. Siempre me han gustado”, dijo.

Natural de San Juan de la Maguana, Montero nació de una mujer que se dedicaba a alquilar cuartos a trabajadoras sexuales y a venderles ropa para lucir bien ante los clientes. A los seis añitos, se fue a vivir al municipio de Haina, con una tía que quería cuidarla y darle una buena educación. Pero, un familiar tronchó esa idea de una niñez feliz: abusó sexualmente de ella. Tenía solo nueve años.

El agresor, dijo, era el esposo una prima. El abuso se extendió por cinco años, hasta que ella huyó del hogar.

¿Se lo dijo a su tía?

—Ella nunca me creyó. El último día dejé una carta en la mesa del comedor. La...

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