TRAS LAS REJAS

HUMACAO.– Las apariencias dan poco espacio a dudas. Las altas verjas, las serpentinas, las torres de vigilancia, los controles de seguridad, los guardias armados, la separación física de cualquier otra forma de vida humana y el profundo silencio que es como una zona de amortiguamiento que se extiende por millas.

Sí, es una cárcel. Pero esta cárcel tiene otro nombre. Le llaman “Centro de Tratamiento Social”. Es la versión de menores de lo que en adultos sería una prisión de máxima seguridad. Pero es la praxis del sistema penal juvenil el no llamarles a las cosas por su nombre.

Los que están aquí recluidos no cometieron delitos, sino faltas. No pesan contra ellos sentencias, sino “medidas dispositivas”. No son adultos, sino menores. Algunos son niños. Los nombres cambian, pero todo el resto es igual. O casi todo.

El Centro de Tratamiento Social de la Administración de Instituciones Juveniles (AIJ) está ubicada en planicie fresca y verdísima en lo profundo de la ruralía de Humacao. Aquí están los jóvenes que cometieron las faltas más graves. Los que reincidieron. Los que desaprovecharon la oportunidad de cumplir con su “medida dispositiva” en sus casas, junto a sus familiares. Los que necesitan tratamientos intensos de modificación de conducta.

Son los que el sistema penal entendió que, a pesar de su corta edad, estando libres son un riesgo para ellos mismos, para sus familias y para la sociedad. Son muchachos, contó Efraín Afanador, director del Programa de Trabajo Social de la AIJ, que “llegan desorientados, con falta de metas. No tienen metas educativas, de índole social. Viven el día a día. Tratan de acelerar su crecimiento”.

La AIJ tiene bajo su custodia en estos momentos cerca de 250 menores (el número varía de día a día con los que entran y salen). El Centro de Tratamiento Social de Humacao tiene capacidad para 128, pero el día de nuestra visita había solo 46. Tienen entre 13 y 21 años.

Llegamos poco antes de mediodía. Pasamos los estrictos registros que se hacen en cualquier institución penal. Llama la atención una réplica de Van Gogh, pequeña, deteriorada, en la sala de visitas, que es lo primero con lo que uno se encuentra. Es el único adorno en un salón amplio, claro y, por lo demás, desnudo, desprovisto de cualquier otro toque humano.

Pero el buen observador ve, de inmediato, una diferencia notable con las salas de visita en las cárceles de adultos; no hay aquí los cubículos con cristales y auriculares en los que se conducen...

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