Tres tristes mitos

ANA LYDIA VEGA

ESCRITORA

La descalificación de la escritura empieza por su instrumento de trabajo, manejado por cualquiera con un mínimo de escolaridad. Redactar, sin embargo, no es lo mismo que escribir. El escritor realiza una minuciosa labor artesanal que incluye la selección, el pulimento y el ensamblaje de esas desgastadas herramientas verbales para fundar un mundo alterno de belleza, emoción y sentido.

Por lo general, los artistas de otras disciplinas se forman en talleres especializados. El escritor suele formarse sólo a fuerza de lectura, observación y experimento. Cuando intenta entrenarse "formalmente", se matricula en cursos universitarios que no le enseñan a escribir sino a teorizar sobre la literatura. Debido a la gran cantidad de autores que ejerce el magisterio, la escritura se asocia con la academia. Para muchos puertorriqueños, los textos escolares asignados son el único referente literario. Por desgracia, la escuela no alienta demasiado el desarrollo de lectores. Programas desabridos, pasados por el colador de la censura, escasos de interés y pertinencia, matan en los alumnos el deseo de leer.

La clase lectora está lejos de ser multitudinaria. Tampoco abundan las librerías ni las casas editoras funcionales. Los libros nuestros apenas circulan aquí, y mucho menos afuera. El periodismo cultural es sumamente limitado. Conclusión: la literatura no asegura el sustento. Ante la imposibilidad de una dedicación exclusiva al oficio, el escritor se ve obligado a desviar el tiempo y la energía de la actividad creativa hacia un empleo de manutención.

Después de este rosario de miserias, usted se estará preguntando: ¿de qué rayos viven los escritores? De mitos, respondo sin pestañear. Y me lanzo de pecho a la explicación.

La moneda de cambio de la profesión es el prestigio, capital intangible que respalda la solvencia del crédito literario. El prestigio no es ganancia inmediata. Se adquiere palmo a palmo con el esfuerzo sostenido que construye la solidez de una obra. Hay quien confunde esa cosecha de la paciencia y el esmero con el furor protagónico que desemboca en la notoriedad. De ahí la fiebre autopromocional que, con la ayuda de las redes sociales, proyecta una impresión de omnipresencia.

"La verdadera vida está en otra parte", dijo el poeta Arthur Rimbaud. Y parece que la gloria también. Los artistas de países pequeños y provincias remotas tienden a cifrar sus esperanzas en el viaje consagratorio al extranjero. Con su cortejo de...

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