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Vincent

Por Lilliam Irizarry

Especial para El Nuevo Día

No solo perdía a la mujer que había sentido su familia por los últimos dos años, también se quedaba sin hogar y sin empleo. No tenía más remedio que empezar de cero.

"Cuando esa viejita se me murió, yo lloré más que cuando se me murió mi abuela, que era mi adoración. Me deprimí, me sentí sola", recuerda aún conmovida por el recuerdo de la profesora universitaria que le permitió descubrir las bondades del oficio de cuidadora de ancianos.

A la vida de aquella catedrática llegó en medio de un arrebato: le urgía cambiar la ruta del magisterio que había seguido por más de 25 años. Buscando en el periódico, se topó con un anuncio para acompañar a una persona mayor, y allí fue a parar sin imaginar que prácticamente estaba volviendo a un salón de clases, solo que esta vez como estudiante.

"Fue un cambio bien grande porque pasé de enseñar a aprender, de disciplinar y poner orden en el salón de clases a obedecer. Yo me creía que me las sabía todas, pero ella me enseñó a darme cuenta de mis defectos, a ser más humilde y más paciente", manifiesta.

Se sabe que el oficio de cuidar viejitos lo realizan mayormente mujeres, pero ni el Departamento de la Familia ni la Oficina del Procurador de las Personas Pensionadas y de la Tercera Edad tienen estadísticas sobre cuántos y quiénes realizan esa tarea en Puerto Rico.

Como parte de una jornada que prácticamente no tiene fin, las cuidadoras suelen dormir con un ojo cerrado y otro abierto. Muchas ni siquiera tienen 24 horas corridas libres a la semana. Salgado cree que contar con más tiempo libre las ayudaría a reponer energías y no perder el foco.

Desde que ella se embarcó en lo que llama su "verdadera vocación" hace ya seis años, ha vivido el dolor de perder dos viejitas, con tan solo seis meses de diferencia. En ese momento, desempleada y sin techo, no le quedó más remedio que sobrevivir de sus ahorros y procesar el dolor de esa...

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