El vendedor de suerte

“Yo vengo donde él porque me ha dado suerte”, explica la vecina de Guaynabo cuando viene a buscar el billete de la Lotería Tradicional que tiene “encarga’o” con don Jorge Luis Córdova, el billetero que lleva una década frente a una tienda por departamentos de este municipio.

La mujer (que prefirió que no se publicara su nombre) juega semanalmente un billete entero, que cuesta $25, con el número de la tablilla de su carro. Pero este día no tuvo suerte porque el billetero se confundió y vendió su número. “No tengo el billete”, le dice él. “Pues dame el que termina en 807”, responde la mujer, quien se ha pegado hasta con $20,000 en este juego de azar.

Ella es una de las muchas clientas que se acercaron a don Jorge Luis dos días antes del sorteo, ya fuera para comprar billetes o para confrontar sus “pedacitos” en las listas de los premios de la Lotería. “Deme $10 del 043 y del 6944”, dice otra mujer señalando los billetes. “A ver si vengo a pegarme acá desde Isabela”, explica.

“Aquí viene gente de Carolina, de Caguas, de Bayamón, de Guaynabo. Tengo como 15 clientes que tienen billetes ajusta’os, que me juegan fijo” el mismo número semanalmente, explica el hombre, quien afirma que se acuerda de los números que les piden sin necesidad de anotarlo.

Sin embargo, esos son pocos comparados con los clientes de antes. “Ya no quedan jugadores. Los jugadores que yo tenía jugaban $300 y $400 en billetes. Ahora, casi siempre, se me quedan billetes. El año pasado perdí $7,000 por los billetes que se me quedaron sin vender”, recuerda el hombre y asegura que los nuevos juegos electrónicos, junto con la crisis económica, ha mermado su negocio. “Ahora, hacen fila para jugar allá que, antes, a veces, esa fila estaba aquí”, recrimina.

Jorge Luis tiene 92 años y lleva como 10 años vendiendo billetes, porque el Seguro Social que recibe no le da para cubrir sus gastos. Es viudo y comparte una casa con una señora que conoció a través de su hijo y que es “familia de verdad”. Tuvo 12 hijos, pero murieron 11 y le queda uno, a quien quisiera dejarle una casa porque es impedido.

Llega a su “puesto de trabajo” a las 8:00 a.m. y se va como a las 4:00 p.m., de lunes a sábado. Allí pasa las horas sentado en una silla, con una pequeña neverita de playa en la que lleva su almuerzo y refrigerios, un bulto y una especie de maletín de madera, en cuyo interior tiene una serie de varitas de las que “cuelga” los billetes como si fuera un tenderete. Su compañía son los clientes que...

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