'Mi vuelo terrible'

Viajera

Por Ernestina Campos

Arrastrándome llegué a la sala de espera y cuando me apresuraba a tomar una siesta, escuché a la dama del mostrador decir mi nombre. "Esto no huele bien". Efectivamente, acto seguido llegó un policía de Aduanas con mi maleta en la mano, la colocó en una mesa, me pidió que la abriera y sin pedir permiso comenzó a sacar todo del equipaje. Allí, a la vista de todos, con sus manos cubiertas con guantes de látex, extraía con pericia cada una de mis piezas íntimas, potingues, cremas, botellas de cachaza, dulces. Todo lo olía... y yo, trágame tierra. Media hora después -sin encontrar nada, por supuesto- solo me dio las gracias, no sin antes agradecer mi paciencia y comprensión. ¿De veras?

Pues bien, verde -del hambre- llegué a Panamá y como disponía de dos horas antes de embarcar el avión que me llevaría a San Juan, decidí calmar las tripas con unas presitas de pollo y papas que vendían en uno de los concesionarios del aeropuerto. Todo se quedó en deseos porque me dormí en las pajas y en menos de un parpadeo la fila se llenó de un centenar -no exagero- de estudiantes que llegaban de un viaje cultural. Como pirañas en el Amazonas arrasaron con todo. Adiós papitas, adiós presitas...

Suspiré. Tranquila que falta poco para llegar a San Juan. Abordé la aeronave. Apenas podía respirar, por nariz tenía una manguera y por cabeza, una piedra. Como foca aplaudí cuando vi que tenía para mí solita los tres asientos de la fila. Me acomodé en la ventana y una gran sonrisa se dibujó en mi rostro al ver aquella luna bella que iluminaba el cielo. Después de todo, la travesía hacia San Juan pintaba buena. ¡Herodes! No bien cerraron las puertas del avión, una joven y su hijita -tendría menos de dos años- ocuparon los dos asientos disponibles. Comenzó la pesadilla.

Aquella niña gritó, lloró, pataleteó, me dio par de palmadas y por si fuera poco...

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