Los muchachos Del diamante

Por Ana Teresa Toro.ana.toro@elnuevodia.com

A Justo Ortiz

D urante décadas, casi todos los días, un hombre vio no uno sino dos juegos de pelota a la vez. Lo de tener dos televisores sintonizados le hacia gracia solo a él y a dos o tres más. Para la numerosa familia de la cual era el patriarca, solía ser un suplicio que rayaba en el aburrimiento y el letargo. Ver cómo pasaban las horas y ahí estaban esos hombres tirándose la bola, bateando a veces, corriendo de milagro en milagro, mascando tabaco, semillas o chicle, agarrándose lo que todos tienen en la entrepierna y escupiendo como si el ser pelotero significase que producen más saliva que el resto de los mortales.

Ese hombre que vivió más de noventa años, murió en su casa en la Calle Baldorioty de Aibonito, sin saber que su equipo, Los Cardenales de Saint Louis ganarían ese año la Serie Mundial. Siempre fue estadista pero siempre odió a los Yankees.

No supo eso, pero supo mucho más. Sabía algo que los demás no, sabía que el béisbol es una de las mejores metáforas de la vida, sabía que en ese diamante y en ese parque el tiempo corre distinto, que siempre parece que no pasa nada y en un instante pasa todo. Sabía que era un deporte en el que había que saber leer miradas y descifrar señales, en el que no era mejor el de mejor cuerpo sino el que tuviese mejor destreza, como esa gente que simplemente sabe lanzar una piedra al río y hacerla salpicar. Lo puedes hacer o no. Lo tienes o no. Sabía que es un juego para ir a verlo, sin prisa, conversar con un amigo en las gradas mientras la vida pasa y te sorprende; o lo que es lo mismo, mientras una jugada te sacude el pecho por un par de segundos. Ese hombre sabía que cada batazo, cada lanzamiento es una versión distinta del mismo cuento que siempre es el mismo y nunca lo es. Sabía lo que sabe un amigo que me ha dicho que el béisbol podría vivir sin estadísticas pero las estadísticas no tendrían sentido sin el béisbol. Saben los dos que es el deporte que más mira al cielo, que quiere que la bola se pierda, salga del parque, vuele. Es el deporte de los signos, de la sospecha, del destino que siempre se trata de adivinar. Es el juego de los imparables, de salir de home, vivir la vida y volver al dugout para contarlo. Es un deporte con ruta y salida, aventura y final.

Quienes lo viven lo saben incluso mejor. Son esos peloteros que gozan ensuciándose el uniforme pegando pecho a tierra porque llegar a veces es eso, dejarse manchar. Esos muchachos que por más años que tengan -casi todos- conservan ese yo no sé y ese qué se yo de que son los muchachos del parque que con o sin millones no han venido a otra cosa que a jugar.

Con esto del Clásico Mundial del Béisbol, en el país se ha pensado mucho durante estas últimas semanas en nuestros peloteros. Hace mucho que no se llenaba así el Estadio Hiram Bithorn de gente con ganas de ver la pelota volar. Se ha hablado mucho de las jugadas, de esa octava entrada contra...

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