Sentencia de Tribunal Supremo de Justicia de 25 de Junio de 1981 - 111 D.P.R. 379

EmisorTribunal Supremo
DPR111 D.P.R. 379
Fecha de Resolución25 de Junio de 1981

111 D.P.R.

379 (1981) PUEBLO V. SANTIAGO SANCHEZ

EN EL TRIBUNAL SUPREMO DE PUERTO RICO

EL PUEBLO DE PUERTO RICO, apelado

vs.

SANTOS SANTIAGO SANCHEZ, acusado y apelante

Núm. CR-79-65

111 D.P.R. 379

25 de junio de 1981

SENTENCIA de Arturo Cintrón García, J. (Ponce), que condena al apelante por el delito de asesinato en primer grado. Por hallarse el Tribunal igualmente dividido se confirma la sentencia apelada.

Miguel A. Cochran Acosta, abogado del apelante.

Héctor A. Colón Cruz, Procurador General, y Marta Quiñones, Procuradora General Auxiliar, abogados de El Pueblo.

SENTENCIA

Por hallarse el Tribunal igualmente dividido, se confirma la sentencia apelada.

El Juez Asociado Señor Díaz Cruz emitió opinión a la que se unen los Jueces Asociados Señores Rigau, Martín y Negrón García.

El Juez Asociado Señor Dávila emitió opinión a la que se unen el Juez Presidente Señor Trías Monge y los Jueces Asociados Señores Torres Rigual e Irizarry Yunqué.

Así lo pronunció y manda el Tribunal y certifica el Secretario. (Fdo.) Ernesto L. Chiesa

Secretario

Opinión emitida por el Juez Asociado Señor Díaz Cruz [P380] a la que se unen los Jueces Asociados Señores Rigau, Martín y Negrón García.

El apelante Santiago Sánchez, conocido por Poty, para el 20 mayo, 1978 trabajaba en el negocio de bebidas y alimentos de su abuelo Antonio Hernández quien vivía en el Callejón Hormigueros #25 interior, de Ponce. El negocio estaba en la Calle 25 de Enero en el inmediato vecindario del Callejón a "dos minutos, caminando a pie" (E.N.P., pág. 5) de la casa donde se perpetraron un robo y asesinato. Don Bartolomé Díaz era huésped del matrimonio Carmelo López y Paula Castro en la casa de éstos en Callejón Hormigueros #27, quienes después del almuerzo, como habitualmente lo hacían, habían salido a coger aire por los alrededores cuando a las 4:30 P.M.

don Carmelo oyó a los vecinos gritando "mataron a don Carmelo".

Corrió a su casa y encontró a su huésped don Bartolomé muerto, tendido en el piso en un charco de sangre, con una herida honda que penetró el rostro por la boca y se extendía de oreja a oreja, y junto al cadáver un machete (perrillo) de la casa y un cuchillo doblado. Encontró el ropero forzado y desaparecidos los $4,500 que allí guardaba.

La investigación se concentró en el vecino inmediato de don Carmelo, el cantinero Antonio Hernández y otro nieto suyo y hermano del apelante llamado Fernando Luis Santiago a quienes interrogaron en el cuartel de policía sin mayor consecuencia, cuando el agente Pedro J. León recibió una confidencia indicándole que quien había matado al viejito no era Fernando Luis, sino su hermano Santos alias Poty, el apelante. Llevado éste junto a su hermano y abuelo al cuartel, confesó el delito así:

[Luego de las advertencias] Que estaba en el negocio de la esquina dándose un trago y esperó a que don Carmelo López, el dueño de la casa donde ocurrieron los hechos, llegara al sitio donde acostumbraba ir todos los días a coger fresco y, al verlo llegar allí, se fue a la casa de don Carmelo [P381] con el propósito de llevarse un dinero que éste tenía guardado, y que cuando el difunto (don Bartolomé) notó la presencia del acusado, le hizo frente y éste le dijo: "Esto es un asalto, quédate quieto, que yo lo que quiero son los chavos." (E.N.P., pág. 3.) El acusado encontró un machete y con el mismo la emprendió a tajos contra don Bartolomé. Luego de darle un golpe y dejarlo inconsciente entró al cuarto y allí con un cuchillo forzó el candado de la cajita y se llevó el dinero hasta un solar cercano; se escondió en una casa grande del vecindario y al anochecer se fue para su casa. (E.N.P., pág. 2.)

Convicto el acusado por delito de asesinato en primer grado, en su alegato de apelación abandonó la defensa de coartada de la que dependió en el juicio, y señala como errores únicamente: 1°

haber el tribunal admitido el testimonio de policía Pedro J. León sin haber éste hecho al sospechoso todas1 las advertencias Miranda;

y 2° haberse admitido una confesión que no fue voluntaria, ni "rodeada de las garantías que exige la Ley para no incriminarse".

Fuera de todo señalamiento y argumento en el alegato del apelante aparecen el aspecto de corroboración

de la confesión y el de duda razonable que resultan originados en la opinión del otro lado.

El juez de instancia, señor Cintrón García, constituido en tribunal de Derecho por mediar renuncia al jurado, no creyó que el acusado solicitara hablar con abogado mientras se hallaba bajo custodia en el cuartel de policía, como tampoco le mereció crédito su reclamación de que la confesión le fue extraída por castigo o tortura. Su adjudicación de credibilidad es intocable en apelación, por estar bien fundada en la prueba que en lo relevante a esta cuestión fue la siguiente: al tiempo de la confesión el detenido no estaba incomunicado, ni aislado en confrontación exclusiva con policías; allí estaban su hermano y su abuelo. [P382] De los dos el único que habló de un supuesto "maltrato" del acusado por los policías, sin más especificación, fue el hermano Fernando, que no substanció su cargo más allá de decir que "frente a su abuelo le empezaron a decir cosas al acusado como por ejemplo, que si no le daba vergüenza tener un hermano como el testigo. . .". (E.N.P., pág. 6.) En su testimonio prejuiciado llega al punto de omitir toda mención de la confesión hecha por su hermano: "Escuchó cuando interrogaban a su hermano, diciéndole que él sabía de lo ocurrido y su hermano les contestaba que él no sabía nada." (E.N.P., pág. 6.) La misma reticiencia en cuanto a que hubiera una confesión, siquiera forzada, aparece en el testimonio en juicio del acusado, que en abierta disparidad con los testimonios de su abuelo y de su hermano,2 declaró que "los agentes empezaron a golpearlo". (E.N.P., pág. 9.) Esta misma persona, que se muestra tan enterado y presto a defender su derecho como ha de deducirse de su alegación de que pidió permiso en el cuartel para hablar con su abogado señor Héctor Martínez Colón y que quería hablar con el Juez señor Rodríguez Bou a quien le fue sometido el caso para determinación de causa (E.N.P., pág. 9) nada dijo a dicho magistrado del maltrato y opresión a que lo habían sometido, a pesar de que seguía acompañado de su hermano y con entera libertad de movimiento, sin restricción alguna para revelar al juez instructor lo que acababa de pasar. Al negar aun que su hermano fuera llevado ante el juez, el testigo hermano declaro que "los agentes se apearon y dejaron a su hermano dentro del carro y no lo dejaron hablar con el Juez". (E.N.P., pág. 6.) La considerable difusión y penetración en la conciencia popular de los derechos fundamentales en la sociedad puertorriqueña de esta década final del siglo XX [P383] excluyen absolutamente la posibilidad de que un hombre obligado a confesar a golpes un asesinato y robo del que dice no saber nada porque "se encontraba trabajando en el negocio de su abuelo" (E.N.P., pág. 9), se mantenga quieto, acompañado de su hermano, frente a la casa del juez, sin tan siquiera moverse para reclamar su inocencia y formular cargo a sus acusadores. No podía merecer crédito su impugnación de la confesión, frente al testimonio del agente Pedro J. León quien relató cómo al principio hubo de descartar al hermano del apelante como sospechoso; que al centralizar la investigación en el apelante le hizo las advertencias Miranda y que éste confesó limpia y voluntariamente sin que en momento alguno mostrara interés en comunicarse con un abogado, ni que se le prohibiera usar el teléfono para tal propósito. El juez de derecho, preferido al jurado por el acusado, simplemente resolvió el conflicto de credibilidad que hemos esbozado, y no vemos cómo pudiera ningún juzgador imparcial sin ánimo prevenido llegar a otra conclusión que la del Tribunal Superior de Ponce.

Con hechos tan categóricos y tan correctamente adjudicados el recurso a jurisprudencia en torno a las advertencias Miranda es pura faena escolástica. El juez quedó satisfecho de la suficiencia de las advertencias hechas al detenido por el policía León, oídas las cuales manifestó el acusado que "no había problema y procedió a hacer su confesión voluntariamente". (E.N.P., pág. 3.) Una buena parte adjetiva de Miranda v. Arizona, 384 U.S. 436 (1966), es obsoleta, y ha sufrido extensa poda aquel exceso de protección contra el cual tenía que luchar el acusado que voluntariamente quería descargar su conciencia.

Los que redactaron las constituciones de Puerto Rico y de los Estados Unidos, ciertamente tuvieron en mente prohibir que nadie fuese obligado a incriminarse mediante su propio testimonio, pero no se propusieron prohibir que un delincuente confesase libre y voluntariamente su crimen haciendo [P384] así las paces con su conciencia y con la sociedad. Esas dos constituciones tienen como uno de sus objetivos proteger la libertad de la conciencia de los seres humanos, no encadenarlas al mal. Dichas constituciones no exigen que una persona que ha llegado a ser delincuente está además obligada a ser mentiroso o perjuro toda su vida. Lo ético es decir la verdad aunque eso resulte amargo. La constitución no está reñida con la ética. Entendemos que el primer error señalado no se cometió. (Énfasis en el original.) Pueblo v. Rodríguez Martínez, 100 D.P.R.

805 --812 (1972).

El Tribunal Supremo de los Estados Unidos se halla en franca revaloración de Miranda v. Arizona, supra, apartándose de la virtualidad que pueda atribuirse a la lectura de una tarjeta con las advertencias numeradas y reivindicando la doctrina y su cumplimiento en una conjugación con las condiciones del detenido y las circunstancias peculiares del caso. En su más reciente decisión de Rhode Island v. Innis, 446 U.S. 291 (1980), advertido el sospechoso bajo custodia de sus derechos Miranda,3

manifestó que deseaba hablar con un abogado y mientras era conducido en un vehículo "jaula" al cuartel de policía reaccionó a una...

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